La Foto de la semana 02-02-2014: "La galería de los sentidos"

El día había sido emocionalmente intenso. Necesitaba relajarme y desconectar mi cerebro de tanta frustración. Encaminé mis pasos hacia mi galería favorita. Había una exposición de fotografía en blanco y negro que no podía dejar pasar. Mis expectativas se vieron superadas con creces en el instante en que, sin darme cuenta, me quedé boquiabierta frente a una imagen, escudriñando las líneas, las sombras, los matices... Mi corazón palpitaba a mayor velocidad y diría que incluso mi respiración cambió de ritmo. Era una flor sublime. 
Una voz pausada y agradable que llegó a mis oídos desde la parte trasera de la sala  rompió mi concentración.
- Hermosa ¿verdad?
- Es magnífica -repuse sin siquiera darme la vuelta-
- Sí. Eso he imaginado al sentirla.

La respuesta del desconocido me desconcertó y me giré para intentar comprender. Entonces vi que sus ojos estaban cubiertos por una película blanca, como una cortina. Moví mis manos frente a él y comprobé que efectivamente era ciego. Atónita le pregunté:

- ¿Cómo ha sabido que yo...?
- ¡Ah! eso... Desde que tuve el accidente frecuento exposiciones. Con los años he aprendido a ver las obras de arte a través de las emociones de los visitantes. Usted consiguió transmitirme los sentimientos que esta fotografía le estaba inspirando. Ya no puedo ver el arte utilizando mis ojos y sin embargo puedo sentirlo a través de personas como usted. Gracias.

Regresé a casa paseando. Reflexionando sobre lo humano y lo divino. Cerré tras de mí la puerta del apartamento, me dirigí al dormitorio y saqué del armario un pañuelo de seda que enlacé alrededor de mi cabeza asegurándome que cubría mis ojos por completo. De pronto escuché sonidos hasta ahora imperceptibles, olfateé rastros y toqué texturas en las que nunca había reparado. Me senté en el sofá durante quien sabe cuánto tiempo y sonreí... Gracias a ti por abrirme los ojos, pensé.




Fotografía: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
Puedes descargarte esta fotografía libremente. La única restricción es su venta y/o el uso lucrativo de la misma. No olvides que toda obra pertenece a su autor, haz un buen uso de ella.

La Foto de la semana 26-01-21014: "Bolinus brandaris"



Se trata de una concha de unos 8 cm de longitud. El canal sifonal es largo y recto, tanto que puede suponer la mitad de la longitud total de la concha. Es bastante robusto y con grandes espinas dispuestas en hileras alrededor de la concha. Presenta unas 6 vueltas, siendo la última mucho más ancha que las demás. El animal presenta un opérculo córneo en el pie. Habita en fondos arenoso-fangosos o detríticos, cerca de las rompientes del Mediterráneo y Atlántico oriental. Se reproduce al final de la primavera poniendo los huevos en nidos blanquecinos esponjosos. Es un molusco depredador y carnívoro, se alimenta de otros moluscos, bivalvos o gasterópodos. De sus glándulas branquiales los antiguos fenicios extraían el tinte púrpura que sirvió para teñir las vestiduras de las clases superiores (emperadores, reyes y sacerdotes), siendo muy apreciado en la antigüedad y valiendo más que el oro. Concretamente, se necesitaba un kilogramo de glándulas para proporcionar 60 gramos de tinte, y se necesitaban 200 gramos para teñir un kilogramo de lana. Y para obtener un kilogramo de glándulas, se necesitaban,en vivo, unos 50.000 ejemplares de cañaílla. Una vez procesado, por un gramo del tinte se pagaban entre 10 y 20 gramos de oro. 
La Torá prescribe que todas las vestiduras que tengan cuatro puntas, deben tener unos flecos en cada una de las puntas con uno de los hilos teñido de un matiz celeste del tinte.
De esta industria fenicia, que también se llevaba a cabo en las colonias occidentales de las Gadeiras o Islas Gaditanas (Gadir, Cimbis, Puerto Menesteo etc.). 


Fuente Wikipedia: http://es.wikipedia.org/wiki/Bolinus_brandaris
Fotografía: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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La Foto de la semana 19-01-2014: "Tonelete y el barril número cincuenta"


Erase una  vez un anciano que fabricaba barriles de madera. Se trataba del artesano más viejo de la aldea y la fama de sus barriles llegaba hasta más allá del río Helado. Sus vecinos le llamaban cariñosamente Tonelete. Un día de primavera un emisario del Rey se personó en su taller y realizó un encargo en nombre del soberano. 
- Para cuando caigan las primeras nieves, deberás hacer entrega en el castillo, de cincuenta barriles del mejor y aromático roble para alojar los nuevos vinos del monarca -dicho lo cual deslizó unas monedas sobre la mano curtida del viejo concluyendo- sirva esto como adelanto del pago. Recibirás el resto a la entrega del pedido.
- Disculpad mi osadía buen hombre pero las primeras nieves llegarán en tan sólo unas pocas semanas y con este dinero no alcanzaré ni a adquirir los materiales básicos, ya no hablemos de semejante cantidad de madera de tamaña calidad.
- ¡Cómo osas discutir el deseo del Rey! -bramó al tiempo que propinaba un tremendo puñetazo en la mandíbula del anciano que le hizo caer de rodillas al suelo-

Acto seguido, montó en su caballo y desapareció dejando al hombre herido y apesadumbrado.
No era la primera vez que los caprichos del soberano habían llevado sufrimiento a la aldea y todos sabían que no había más opción que satisfacer al caprichoso Rey. Así que, sin pensarlo más Tonelete se hizo con un hacha, tomó su carro y al viejo burro Tomás y se dirigió al bosque a talar tantos robles como fueran necesarios para su labor. Pasó varias semanas durmiendo a la intemperie hasta conseguir la madera. Cuando Tomás y él regresaron al taller, no perdió un segundo en ponerse a cubicar la madera, cortar, cepillar, pulir... trabajó sin descanso día y noche hasta que sus manos sangraron y sus ojos perdieron las pestañas. 

Trabajaba ya en el barril número cincuenta cuando cayeron los primeros copos de nieve. Tonelete se apresuró aún más. Sabía que los hombres del Rey llamarían a su puerta en cualquier instante. Habían pasado apenas unas horas cuando el resoplar de los caballos le hicieron parar para asomarse a la ventana. Allí estaba el mismísimo monarca acompañado por su escolta personal. Tonelete abrió la puerta satisfecho pues acababa de terminar el último barril. Cuando el soberano le preguntó si su encargo estaba listo, el anciano contestó:

- Mi señor, acabo de terminar el barril número cincuenta. Sólo me falta la tapa, pero para la caída del sol, puedo tenerla preparada.
- ¿Insinúas, que yo, el Rey, debo esperar hasta la caída del sol porque tú, miserable pordiosero no has sido capaz de cumplir con tu tarea?
- Mi buen Rey, no he querido decir eso. Es más, yo mismo puedo llevarle la tapa a palacio en cuanto esté terminada.
- Bien, creo que no soy el único que se ha percatado de la ineptitud de este viejo -vociferó amenazante mirando a sus soldados. Luego suavizó el tono y con gélida indiferencia sentenció- Matadle.

Tonelete intentó escabullirse pero doce espadas del más fino acero atravesaron su cuerpo desde todos los ángulos posibles, antes de que pudiera tan siquiera cruzar el umbral. 

El malvado soberano hizo llevar a su castillo los cuarenta y nueve barriles terminados y abandonó en el bosque el barril número cincuenta. 

Los más ancianos cuentan que ese invierno fue de los más fríos que se recuerdan y que cierta mañana que el Rey salió a cabalgar por los bosques de la región, sufrió un misterioso accidente y apareció degollado con medio cuerpo dentro del barril número cincuenta. Para cuando su cadáver fue encontrado, había perdido toda la sangre que se había vertido en el sólido y bien acabado tonel. El cuerpo fue recogido y enterrado, pero nadie se atrevió a tocar el barril ni la envilecida sangre del monarca. 

 La sangre se resecó adhiriéndose a las paredes interiores del tonel y en el fondo del mismo quedó dibujada la palabra "Justicia". Cuentan que aún hoy, al otro lado del río Helado, el barril permanece intacto en claro homenaje a su creador, el gran Tonelete.

Y colorín colorado...



Fotografía: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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La Foto de la semana 12-01-2014: "El túnel de los secretos"


El señor Piedrafría tenía una sólida reputación. Haciendo honor a su apellido proyectaba una imagen de tipo duro con actitud gélida y distante. Sin embargo, Pietro Piedrafría, ocultaba un secreto. De existir metódico, Pietro pasaba ocho horas al día rellenando formularios y sellando documentos en una oficina bancaria. Sus compañeros desde hacía más de quince años, apenas lo conocían. A la luz de la sociedad, era un hombre invisible, inaudible e insensible. Nadie sabía que 365 días al año, Piedrafría al finalizar su jornada laboral, abandonaba el despacho sin que nadie lo echara en falta. Caminaba con paso regular hacia el mar e invertía el resto de la tarde hasta que la luz del sol desaparecía por completo del firmamento, en recorrer los antiguos túneles de vigilancia que rodeaban la ciudad, erigiéndose en testigos ancestrales del acoso que ésta sufriera en la antigüedad por buques pirata y osados conquistadores que, por fortuna, siempre fracasaron en su intento, y que hoy constituían uno de los mayores atractivos para los amantes de los paseos histórico-naturo-culturales. Algunos tramos pasaban bajo tierra, otros regalaban vistas escarpadas al carácter indómito del mar. Los túneles podían transportar a los paseantes a un tiempo pasado. A un tiempo imaginario. A un tiempo mejor.
Pietro siempre realizaba el mismo recorrido. Llegaba hasta una suave curva iluminada por dos ventanas horadadas en la piedra y protegidas por sendos barrotes horizontales. Justo en el punto medio entre ambas ventanas, se guardaba el mayor y más profundo secreto de nuestro protagonista. El motivo de su, en apariencia, indolora tristeza, de su vida sin palpitar estaba grabado en una piedra casi cuadrada, en la cara interna de la pared exterior del túnel. Enverdecido por el paso de los años y el salitre del mar, dibujado a cuchillo con más amor que destreza, podía distinguirse un corazón, que redondo y voluptuoso, acogía dos iniciales. P y L. Pietro y Luna. Luna, el gran amor de Piedrafría que dejó de existir presa de las fiebres en una fría y oscura noche de invierno. Noche sin luna. Vida sin Luna. En realidad, Pietro murió en el mismo instante en que su amada respiró por última vez. Su futuro quedó atrapado en aquel corazón grabado en el túnel de los secretos. Su presente, en el escritorio de la oficina bancaria donde a nadie le importaba si se sentaba o no.
Como cada noche, cuando la luna se miró presumida en el espejo del océano, disfrutó por unos minutos de la cita con su amada para iniciar después, encorvado por el peso de los recuerdos, el camino de regreso a su eterna rutina. A su condena intemporal.



Fotografía: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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