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La Foto de la semana 23-12-2012: "El renacer de Virginia II"

Edurne Iza, El renacer de Virginia-^2°parteAmarró la barca y se dispuso a inspeccionar el islote. En aquel pedazo de mundo perdido entre la niebla, Virginia se sentía segura. Se acercó al faro. Vio que la pequeña puerta de madera que daba acceso a la torre, estaba abierta y golpeaba a merced del viento. Decidió entrar. No tenía miedo, era como si hubiera estado allí con anterioridad. A pesar de la humedad de las paredes, de la oscuridad y de los restos que las tormentas y el abandono habían desperdigado por todas partes, no tenía miedo. Por primera vez desde la desaparición de sus padres, sólo sentía paz. Decidida, subió la escalera de caracol hasta llegar a la parte superior y allí se encontró una estancia acogedora y muy amplia. Era un espacio circular y diáfano donde el dormitorio, el salón y la cocina, quedaban separados por algún mueble estratégicamente colocado o por la misma forma de la construcción. Un loft, pensó Virginia, con una sonrisa dibujada en los labios. Lo que darían mis amigos del club por vivir en un ático con vistas al océano. Su rostro se tiñó de amargura al recordar a esos amigos que hacía ya mucho la habían olvidado. Había unos cuantos enseres de madera, sucios pero aún aprovechables. Le llamó la atención un escritorio colocado de forma estratégica junto a una de las ventanas. La luz natural lo iluminaba con unos haces gruesos que Virginia parecía poder rodear con su mano. Distinguió una fotografía en una de las esquinas de la mesa. Tomó el marco, sopló para liberarlo de la densa capa de polvo que lo cubría y observó una imagen que la dejó atónita. Era ella, con no más de dos o tres años, sentada en las rodillas de un anciano, que sin embargo proyectaba la viva imagen de su padre. El hombre y la niña estaban sentados en un paraje idílico, las olas de fondo, ellos, cubiertos con gorros y bufandas, al abrigo de una glorieta con columnas de piedra. Era como un cenador mirando al mar embravecido. Virginia liberó la fotografía del marco y la giró para comprobar si había alguna anotación en su parte posterior. Su madre siempre escribía algo que le permitiera identificar en la imagen, quién y dónde. "Por si algún día no puedo recordarlo", solía decir. Los ojos de Virginia se humedecieron de nostalgia. Se acercó a la ventana para ver con más nitidez "El abuelo y Virginia en el viejo faro". Efectivamente, era la caligrafía de su madre.
Las reflexiones se agolparon en su cabeza. Por eso había percibido que conocía el lugar, ella ya había estado allí. Pero entonces, el hombre de la foto era su bisabuelo y ¿dónde estaba aquella glorieta de la fotografía? Debía salir de inmediato a inspeccionar la zona.
Bajó atropelladamente las escaleras, rodeó el faro e instintivamente se dirigió hacia una parte algo menos elevada del terreno. Descendió unos cuantos metros sorteando las rocas que con salvaje naturalidad protegían la atalaya. Al girar un recodo apareció ante ella el cenador. Siete columnas de piedra describían un círculo desafiando la inmensidad del mar. Se sentó exactamente en el mismo lugar en el que aparecían en la fotografía. Permaneció allí durante horas, escudriñando en su memoria los breves flashes de infancia en aquel remoto lugar. el sol ya desaparecía en el firmamento. Respiró con profundidad y dijo, estoy en casa. Volvió a la torre. Rebuscó en los armarios y cajones y para su sorpresa, encontró todo lo necesario para limpiar, reparar y organizar la estancia. Era como si nadie después de su bisabuelo hubiera vuelto a entrar allí. Como si aquel rincón del universo hubiera permanecido en silencio esperando que ella volviera un día a devolverle la vida que hacía tanto tiempo había perdido.
Las siguientes semanas Virginia se dedicó a arreglar las puertas y ventanas, limpiar en profundidad y ordenar sus pensamientos. En uno de los cajones del escritorio encontró cuadernos en blanco y bolígrafos. Al morir sus padres, una anciana sentada en los pasillos del tanatorio le había dado un consejo, "Escribe todos tus pensamientos, te ayudará a superarlo". Hasta entonces la joven había hecho caso omiso del consejo y sin embargo, allí, en el fin del mundo, pasaba los días escribiendo, paseando y pescando con una vieja caña que encontró en una alacena. Agradeció que la pesca deportiva fuera bien vista en los círculos sociales de su antigua vida. No hubiera podido sobrevivir de otro modo y sin embargo, ya estaba harta de comer sólo pescado.
Una lluviosa mañana, mientras paseaba con sus cuadernos llenos de notas junto al faro, le sobresaltó la voz de un hombre que la saludaba desde lejos. Resultó ser un agricultor que vivía en el litoral, justo frente a la torre. Virginia, recelosa al principio y relajada después, le contó su historia y cómo había llegado hasta allí. El hombre se interesó por sus escritos y le comentó que su hijo trabajaba en un periódico de la ciudad. Se notaba que el hombre estaba orgulloso y le pidió que le prestara algunas de las hojas, para que su hijo las valorara.
- A mí me parecen muy buenos y a ti te vendría bien algo de dinero con el que poder comprar ropa y comer algo más que pescado ¿no crees?. De momento te pasaré un cesto con tomates y algunas verduras. Considéralo un adelanto.
Virginia asintió sin muchas esperanzas. No podía creer que aquel hombre de manos curtidas y ojos sumergidos en una inmensidad de pequeñas arrugas, pudiera estar ofreciéndole una salida a su vida. Sin embargo, algo en su rostro le infundía confianza, como si ya se hubieran visto antes.
Al cabo de unos días el viejo regresó dando a Virginia unas noticias increíbles. Sus relatos habían fascinado al editor del periódico que le ofrecía un precio razonable por entregas semanales durante seis meses. El viejo entregó a Virginia un sobre con algo de dinero para pagar la primera entrega. A la muchacha le pareció una fortuna y abrazó al anciano llorando de emoción.
- Gracias, atinó a decir con voz ahogada.
El viejo le entregó los datos del editor para que Virginia pudiera organizar directamente sus entregas. 
- He visto que tienes una barca así que ahora que ya tienes algo de dinero y la dirección del periódico, no necesitas a un viejo como yo para que te haga de intermediario.
Virginia compartió con él la pesca del día y una animada charla. Al anochecer el hombre tomó su lancha y desapareció entre la niebla. Virginia escribía con más dedicación que nunca. Tomaba la barca cada semana y se acercaba a la ciudad. Entregaba sus escritos, cobraba, realizaba sus compras y regresaba al faro por la tarde. 
El anciano nunca más regresó. Infructuosas fueron las pesquisas de la joven en el periódico. Nadie parecía conocer a un hombre que trabajara allí y cuyo anciano padre fuera agricultor. Su benefactor desapareció como la niebla a mediodía.
Un año después, publicaba su primera novela, "El faro de Virginia" En la primera página podía leerse:
 "Con amor a mi bisabuelo,
eterno recuerdo a mis padres
e infinita gratitud a mi salvador"




Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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La Foto de la semana 16-12-2012: "El renacer de Virginia I"

La barca avanzada sigilosa cortando con su proa la mar en calma. Virginia se sentía segura. La esponjosa niebla que le rodeaba acariciaba su rostro con suavidad. Hacía frío, pero ella sólo notaba la dulce protección de la invisibilidad. Se acercaban a la costa y el paisaje era abrupto, rocoso, salvaje. Para ella sin embargo, el paraíso. Aquella embarcación, rumbo a lo desconocido, era su pasaje a la libertad. Le había permitido dejar atrás un mundo de miseria, de hambre, de miradas lascivas y oscuras intenciones.
Edurne Iza, El renacer de Virginia-1ª ParteVirginia había sido una joven con un futuro prometedor. Graduada de una buena universidad, realizaba su proyecto final cuando recibió la noticia del fallecimiento de sus padres en un accidente aéreo. Hasta entonces había llevado una vida acomodada, sus progenitores habían costeado sus estudios y caprichos y ella era una joven feliz y despreocupada que sólo pensaba en tiempo presente, como tantos de sus compañeros. Pronto descubrió con horror el desorbitado importe de la hipoteca de su cómoda casa y los préstamos que sus padres habían contraído para pagar el máster en Nueva York, la ropa de marca, las clases de chino mandarín, las de Pilates y los fines de semana de esquí en los Alpes Suizos para su pequeña princesa. Sin embargo, no se les ocurrió matricularle en la escuela de la vida. Esa en la que te enseñan  a sobrevivir, a luchar por lo que quieres.
Así Virginia, se quedó paralizada. Durante meses vivió del dinero que aún quedaba en las cuentas. Pronto las cartas amenazadoras del banco y el resto de acreedores colapsaron el buzón, pero ni siquiera entonces supo qué hacer. Para entonces la crisis económica estaba azotando a la mayoría de las empresas, acudió apática y asustada a algunas entrevistas, pero nadie estaba dispuesto a contratar a una joven acomodada, con cara de no saber nada de la vida y sin ninguna experiencia profesional. Sin darse cuenta cómo, la casa familiar fue embargada por el banco y una mañana lluviosa del mes de Diciembre se encontró durmiendo en un cajero automático. Su mundo de color de rosa se tornó de golpe oscuro y sucio. Siempre había tratado con gentes bien intencionadas que le habían ofrecido una visión distorsionada del mundo real. Ahora le parecía estar interpretando un personaje de Los Miserables. Rodeada de cartones mugrosos, había tenido que esquivar propuestas indecentes a cambio de un plato de comida, soportar miradas de asco y recelo y sufrir las burlas de jóvenes de casa bien, en los que con faciliidad podía haber reconocido a alguno de sus antiguos amigos. ¿Dónde estaban ahora sus compañeros de estudios? ¿Las jóvenes del club? ¿Sus "very best friends"? Hacía tiempo que había dejado de preguntárselo. Estaba demasiado ocupada compadeciéndose de sí misma.
La mañana del veintiocho de Diciembre, como si de una broma macabra se tratara, el empleado de la sucursal bancaria que le había servido de hogar en las últimas y frías noches, la echó literalmente a patadas. Sin darle tiempo a recoger sus cartones, que pisoteó y lanzó con desprecio al contenedor de basuras. Ese día Virginia comenzó a caminar. Sin prisa, sin rumbo, sin mirar atrás. Simplemente caminó. Sus pasos le llevaron hasta el mar a las afueras de la ciudad, donde la urbe dejaba de serlo. Se sentó en una pequeña playa de piedras, cerca del agua juguetona que movía unas algas de color rojo. Al fondo un par de barcas de madera reposaban en la orilla. Observó el horizonte y vio a lo lejos un pequeño islote rodeado de densa y baja niebla que albergaba un faro abandonado. Recordó que su padre le había explicado que un antepasado de la familia había cuidado de aquella torre más de cien años atrás y que hoy en día con la estructura del nuevo puerto había quedado en desuso. Pensando en el viejo faro, el rostro de Virginia se iluminó y sonrió convencida de que había encontrado un rumbo que darle a su vida. Tomo una de las barcas de madera y se echó a la mar.


Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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