La barca avanzada sigilosa cortando con su proa la mar en calma. Virginia se sentía segura. La esponjosa niebla que le rodeaba acariciaba su rostro con suavidad. Hacía frío, pero ella sólo notaba la dulce protección de la invisibilidad. Se acercaban a la costa y el paisaje era abrupto, rocoso, salvaje. Para ella sin embargo, el paraíso. Aquella embarcación, rumbo a lo desconocido, era su pasaje a la libertad. Le había permitido dejar atrás un mundo de miseria, de hambre, de miradas lascivas y oscuras intenciones.
Virginia había sido una joven con un futuro prometedor. Graduada de una buena universidad, realizaba su proyecto final cuando recibió la noticia del fallecimiento de sus padres en un accidente aéreo. Hasta entonces había llevado una vida acomodada, sus progenitores habían costeado sus estudios y caprichos y ella era una joven feliz y despreocupada que sólo pensaba en tiempo presente, como tantos de sus compañeros. Pronto descubrió con horror el desorbitado importe de la hipoteca de su cómoda casa y los préstamos que sus padres habían contraído para pagar el máster en Nueva York, la ropa de marca, las clases de chino mandarín, las de Pilates y los fines de semana de esquí en los Alpes Suizos para su pequeña princesa. Sin embargo, no se les ocurrió matricularle en la escuela de la vida. Esa en la que te enseñan a sobrevivir, a luchar por lo que quieres.
Así Virginia, se quedó paralizada. Durante meses vivió del dinero que aún quedaba en las cuentas. Pronto las cartas amenazadoras del banco y el resto de acreedores colapsaron el buzón, pero ni siquiera entonces supo qué hacer. Para entonces la crisis económica estaba azotando a la mayoría de las empresas, acudió apática y asustada a algunas entrevistas, pero nadie estaba dispuesto a contratar a una joven acomodada, con cara de no saber nada de la vida y sin ninguna experiencia profesional. Sin darse cuenta cómo, la casa familiar fue embargada por el banco y una mañana lluviosa del mes de Diciembre se encontró durmiendo en un cajero automático. Su mundo de color de rosa se tornó de golpe oscuro y sucio. Siempre había tratado con gentes bien intencionadas que le habían ofrecido una visión distorsionada del mundo real. Ahora le parecía estar interpretando un personaje de Los Miserables. Rodeada de cartones mugrosos, había tenido que esquivar propuestas indecentes a cambio de un plato de comida, soportar miradas de asco y recelo y sufrir las burlas de jóvenes de casa bien, en los que con faciliidad podía haber reconocido a alguno de sus antiguos amigos. ¿Dónde estaban ahora sus compañeros de estudios? ¿Las jóvenes del club? ¿Sus "very best friends"? Hacía tiempo que había dejado de preguntárselo. Estaba demasiado ocupada compadeciéndose de sí misma.
La mañana del veintiocho de Diciembre, como si de una broma macabra se tratara, el empleado de la sucursal bancaria que le había servido de hogar en las últimas y frías noches, la echó literalmente a patadas. Sin darle tiempo a recoger sus cartones, que pisoteó y lanzó con desprecio al contenedor de basuras. Ese día Virginia comenzó a caminar. Sin prisa, sin rumbo, sin mirar atrás. Simplemente caminó. Sus pasos le llevaron hasta el mar a las afueras de la ciudad, donde la urbe dejaba de serlo. Se sentó en una pequeña playa de piedras, cerca del agua juguetona que movía unas algas de color rojo. Al fondo un par de barcas de madera reposaban en la orilla. Observó el horizonte y vio a lo lejos un pequeño islote rodeado de densa y baja niebla que albergaba un faro abandonado. Recordó que su padre le había explicado que un antepasado de la familia había cuidado de aquella torre más de cien años atrás y que hoy en día con la estructura del nuevo puerto había quedado en desuso. Pensando en el viejo faro, el rostro de Virginia se iluminó y sonrió convencida de que había encontrado un rumbo que darle a su vida. Tomo una de las barcas de madera y se echó a la mar.
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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