
Las reflexiones se agolparon en su cabeza. Por eso había percibido que conocía el lugar, ella ya había estado allí. Pero entonces, el hombre de la foto era su bisabuelo y ¿dónde estaba aquella glorieta de la fotografía? Debía salir de inmediato a inspeccionar la zona.
Bajó atropelladamente las escaleras, rodeó el faro e instintivamente se dirigió hacia una parte algo menos elevada del terreno. Descendió unos cuantos metros sorteando las rocas que con salvaje naturalidad protegían la atalaya. Al girar un recodo apareció ante ella el cenador. Siete columnas de piedra describían un círculo desafiando la inmensidad del mar. Se sentó exactamente en el mismo lugar en el que aparecían en la fotografía. Permaneció allí durante horas, escudriñando en su memoria los breves flashes de infancia en aquel remoto lugar. el sol ya desaparecía en el firmamento. Respiró con profundidad y dijo, estoy en casa. Volvió a la torre. Rebuscó en los armarios y cajones y para su sorpresa, encontró todo lo necesario para limpiar, reparar y organizar la estancia. Era como si nadie después de su bisabuelo hubiera vuelto a entrar allí. Como si aquel rincón del universo hubiera permanecido en silencio esperando que ella volviera un día a devolverle la vida que hacía tanto tiempo había perdido.
Las siguientes semanas Virginia se dedicó a arreglar las puertas y ventanas, limpiar en profundidad y ordenar sus pensamientos. En uno de los cajones del escritorio encontró cuadernos en blanco y bolígrafos. Al morir sus padres, una anciana sentada en los pasillos del tanatorio le había dado un consejo, "Escribe todos tus pensamientos, te ayudará a superarlo". Hasta entonces la joven había hecho caso omiso del consejo y sin embargo, allí, en el fin del mundo, pasaba los días escribiendo, paseando y pescando con una vieja caña que encontró en una alacena. Agradeció que la pesca deportiva fuera bien vista en los círculos sociales de su antigua vida. No hubiera podido sobrevivir de otro modo y sin embargo, ya estaba harta de comer sólo pescado.
Una lluviosa mañana, mientras paseaba con sus cuadernos llenos de notas junto al faro, le sobresaltó la voz de un hombre que la saludaba desde lejos. Resultó ser un agricultor que vivía en el litoral, justo frente a la torre. Virginia, recelosa al principio y relajada después, le contó su historia y cómo había llegado hasta allí. El hombre se interesó por sus escritos y le comentó que su hijo trabajaba en un periódico de la ciudad. Se notaba que el hombre estaba orgulloso y le pidió que le prestara algunas de las hojas, para que su hijo las valorara.
- A mí me parecen muy buenos y a ti te vendría bien algo de dinero con el que poder comprar ropa y comer algo más que pescado ¿no crees?. De momento te pasaré un cesto con tomates y algunas verduras. Considéralo un adelanto.
Virginia asintió sin muchas esperanzas. No podía creer que aquel hombre de manos curtidas y ojos sumergidos en una inmensidad de pequeñas arrugas, pudiera estar ofreciéndole una salida a su vida. Sin embargo, algo en su rostro le infundía confianza, como si ya se hubieran visto antes.
Al cabo de unos días el viejo regresó dando a Virginia unas noticias increíbles. Sus relatos habían fascinado al editor del periódico que le ofrecía un precio razonable por entregas semanales durante seis meses. El viejo entregó a Virginia un sobre con algo de dinero para pagar la primera entrega. A la muchacha le pareció una fortuna y abrazó al anciano llorando de emoción.
- Gracias, atinó a decir con voz ahogada.
El viejo le entregó los datos del editor para que Virginia pudiera organizar directamente sus entregas.
- He visto que tienes una barca así que ahora que ya tienes algo de dinero y la dirección del periódico, no necesitas a un viejo como yo para que te haga de intermediario.
Virginia compartió con él la pesca del día y una animada charla. Al anochecer el hombre tomó su lancha y desapareció entre la niebla. Virginia escribía con más dedicación que nunca. Tomaba la barca cada semana y se acercaba a la ciudad. Entregaba sus escritos, cobraba, realizaba sus compras y regresaba al faro por la tarde.
El anciano nunca más regresó. Infructuosas fueron las pesquisas de la joven en el periódico. Nadie parecía conocer a un hombre que trabajara allí y cuyo anciano padre fuera agricultor. Su benefactor desapareció como la niebla a mediodía.
Un año después, publicaba su primera novela, "El faro de Virginia" En la primera página podía leerse:
"Con amor a mi bisabuelo,
eterno recuerdo a mis padres
e infinita gratitud a mi salvador"
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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