Cuando éramos niñas, mi tía no quería que nos acercáramos a los acantilados. Temía que pudiéramos resbalar en el terreno poco firme y caer, golpeándonos contra las rocas medio sumergidas. A esa edad, las instrucciones tipo, no te acerques a este o aquel sitio porque es peligroso, no funcionan. Cuánto más prohibido está un lugar más atractivo se torna. Así que nuestra tía, intentó utilizar la imaginación e ideó una táctica un tanto más espeluznante. En lugar de apelar al sentido común, que sabía que no tendríamos, decidió inventar una curiosa historia acerca de la propiedad construida, al filo de la pared rocosa.
Nos explicó, como aquel que comparte un secreto muy valioso, que en aquella vieja casa, solían desaparecer los niños porque un malévolo brujo que habitaba en ella, utilizaba los cuerpos de los pequeños para hacer figuras que sirvieran como instrumento a la magia negra. De hecho, su inverosímil historia, cobraba realismo en nuestras mentes infantiles, puesto que aprovechaba la curiosa forma de las torretas que engalanaban el lateral de la construcción, para asegurar, que si nos fijábamos con atención, descubriríamos claramente las siluetas de dos muñecos de vudú.
Mi hermana Clarisa y yo solíamos pasear por el camino que bordeaba la costa desde más arriba, de modo que teníamos una perfecta perspectiva de la finca y nos permitía observar con terror, las siluetas cochambrosas de lo que estábamos seguras, era indicativo de las atrocidades que sucedían a los niños que se acercaban por aquellos lugares. Pensábamos que se quedaban así, con los ojillos diminutos, la boca encogida y los cabellos de punta.
No obstante, pasaron los años y la fuerza de la costumbre, nos volvió confiadas. Éramos casi adolescentes y nos sentíamos poderosas ante cualquier posible peligro. Así que comenzamos a mirar la casa, con más curiosidad que miedo, con más atracción que repulsión. Hasta que un día, sucedió lo inevitable, nos aventuramos a entrar. Nos asomamos por las ventanas y no vimos señal alguna de movimiento. Por uno de los cristales de la parte inferior, que estaba roto, vimos que el interior estaba abandonado, había restos de muebles rotos y escombros por todas partes. La idea de que no hubiera nadie en la vivienda nos llenó de valor y pensamos que si algún día había vivido allí el brujo, desde luego, había sido hacía mucho tiempo. No fue difícil, encontrar una puerta desvencijada por la que colarnos al interior. Husmeamos por las habitaciones inferiores y nada nos hizo pensar en algo más allá de una vieja casona deshabitada. Pasado un buen rato, subimos a la planta superior. Quedaban restos de lo que habían sido habitaciones. Aún quedaba algún somier oxidado, una vieja cajonera convertida ahora en nido de palomas, restos de hojarascas y desperdicios animales... Estábamos ensimismadas en la inspección cuando escuchamos un ruido procedente de algún lugar más abajo. Sonaba como el chirriar de una puerta de goznes oxidados. Nos miramos petrificadas. Bajamos con mucha cautela los peldaños de piedra hasta llegar a la estancia principal por la que habíamos accedido al interior del edificio. Entonces sonó nuevamente. Esta vez mucho más claro. Nos giramos muy despacio y detectamos una diminuta escalinata, que descendía hacia un sótano, realizando una curva de media luna.Nos asomamos con desconfianza y vimos un destartalado portón de madera que se balanceaba, como si alguien acabara de pasar y lo hubiera dejado basculando. Nos cogimos de la mano y me di cuenta que Clarisa temblaba tanto como yo. Nos miramos armándonos de valor y emprendimos la bajada hacia la estancia inferior. Cuando hubimos cruzado el umbral, la puerta se cerró de un golpe y oímos claramente cómo corría un grueso cerrojo desde el otro lado. Había empezado a oscurecer y la luz tenebrosa que entraba por los diminutos ventanucos, proyectaba sombras espantosas sobre las paredes. Clarisa apretó con fuerza mi mano, mientras señalaba unos objetos en el suelo. Me agaché a comprobarlo... Efectivamente eran muñecos de tela con alfileres clavados. No pude contener el horror y emití un agudo chillido de pánico. Nos abrazamos y comenzamos a gritar pidiendo auxilio. Confiando en que algún caminante escuchara nuestras súplicas y viniera a rescatarnos. Por la rendija inferior vimos una sombra que se acercaba por el exterior, la madera se movía y alguien estaba desplazando el pasador. Contuvimos la respiración, en el preciso instante en que sabíamos que el metal había realizado todo su recorrido y el extraño podría acceder al interior de la sala. La puerta se abrió de un fuerte empujón y al otro lado vimos una figura que nos resultó muy familiar.
- ¡Tía! - gritamos al unísono, con una mezcla de alivio, vergüenza e indignación-
- Espero que aprendáis la lección y no volváis a desobedecerme
Las tres nos apretujamos en un salvador abrazo y juramos no volver a pisar las inmediaciones de la que quedó, definitivamente bautizada, como casa vudú.
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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