Fueron unas vacaciones diferentes. Por primera vez, disfrutaba de un verano en alta mar. Un crucero, que mis padres habían pagado con los ahorros de toda una vida. Mi hermano y yo nos hacíamos mayores. Estábamos en esa época de transición, en que los chicos y chicas comienzan a sentirse demasiado mayores, para acompañar siempre a la familia, pero no lo suficientemente adultos como para volar solos y por tanto, la compañía de amigos de la misma edad, es la combinación perfecta para sentirse arropados y protegidos. Por eso, nuestros progenitores intuían, que quizá sería el último mes de Agosto, que pasáramos todos juntos. Comenzaba una nueva etapa, en la que Tomás y yo, comenzaríamos a tomar decisiones propias, no siempre del agrado de los demás. Nuestros padres sabían que el cariño que nos teníamos los cuatro, era inquebrantable y que siempre estaríamos cerca los unos de los otros, pero eran conscientes, de que la organización familiar tal y como había sido concebida en los últimos veinte años, llegaba a su fin. Por eso deseaban pasar este verano con nosotros. Por eso, para ellos, el crucero era mucho más que unas vacaciones en el mar.
Al principio, Tomás y yo, nos lo tomamos con cierta resignación, pero pronto disfrutamos de los atardeceres del color del fuego, de las paradas en distintos puertos del Mediterráneo, de las excursiones para visitar monumentos y joyas arquitectónicas, de las suculentas comidas de a bordo, de las noches de espectáculos en alta mar... Mi madre estaba exultante, vestía trajes preciosos por las noches y se acicalaba frente al espejo durante horas. Nosotros fuimos poco a poco contagiándonos del glamour que ambos transmitían y un par de días después de abandonar el puerto de Barcelona, ya nos sentíamos perfectamente integrados en la vida del barco.
Tomás, gran aficionado a la fotografía, me llamó sobresaltado una soleada mañana que nos encontrábamos atracados en el puerto de Tenerife. En un espigón, en el otro extremo del puerto se encontraba, el tristemente famoso buque Achille Lauro, que fue secuestrado en el puerto de Alejandría en Octubre de 1985. Viajaban en su interior un total de 480 pasajeros y 344 tripulantes. A su arribada a Alejandría la mayoría de los viajeros había descendido, para visitar la ciudad, excepto 97 pasajeros que decidieron permanecer a bordo. Los secuestradores, cuatro hombres que aseguraban actuar en nombre del Frente para la Liberación de Palestina (FLP), fueron descubiertos y obligaron al capitán a poner rumbo al puerto sirio de Tartus. Exigían la liberación de 50 palestinos detenidos en Israel. El capitán, pudo enviar un mensaje de auxilio y el barco, nunca pudo entrar en el puerto de Tartus. Ante el abordaje inminente que el ejército estaba preparando, los secuestradores colocaron en cubierta a todos los rehenes y a modo de amenaza dispararon mortalmente a Leon Klinghoffer, uno de los pasajeros. Intervinieron gobiernos de varios países, se hizo navegar al Achille Lauro hasta Port Said, donde se consiguió trasladar a los secuestradores a un avión, en el interior del cual, tuvieron lugar las tensas negociaciones durante varios días, en los que políticos y fuerzas armadas de numerosas naciones, involucradas en el conflicto, mediadoras y observadoras de medio mundo, tomaron parte en el acuerdo que terminó con el traslado a prisión de los secuestradores. Los siguientes días estuvieron llenos de confusión, noticias controvertidas e intervenciones militares y políticas al más alto nivel. El caso fue finalmente llevado por el tribunal de Génova.
Habían transcurrido más de cinco años desde la tragedia y sin embargo, aún resultaba escalofriante observar a unos pocos metros, al flamante Achille Lauro.
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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