Pasados unos minutos, el crepitar de las llamas, dejó colarse un sonido diferente, que cada vez se escuchaba con mayor nitidez. Aquel ratear de motores, se convirtió en un sonido de esperanza, un alarido de vida que hizo a nuestros corazones bombear con más fuerza. "¡Aquí, ayuda, aquí!" gritábamos con desesperación, cuando vislumbramos un colorido Canadair CL-215, surcando el firmamento. El amarillo con que estaba pintado su fuselaje, contrastaba con el azul intenso del cielo. Mariana, seguía conectada por radio con los yates cercanos, que asistían impotentes a nuestra tragedia. Volvió a contactar con el joven, que había avisado a su amigo de los servicios contraincendios y le agradeció su rápida reacción.
- ¡Gracias, nos estáis salvando la vida!
- Agradécenoslo cuando estéis en tierra firme. Os esperamos esta noche, para una barbacoa de celebración.
- ¡Trato hecho! nos vemos esta noche en la playa
- ¡Allí estaremos!
Mariana regresó junto a las demás. Abrazadas y atenazadas por el calor creciente de las llamas, que cada vez estaban más cerca, observamos cómo el hidroavión se acercaba a la superficie marina y recorría bastantes metros llenando sus depósitos con agua. Luego se elevaba de nuevo, viraba y se acercaba hacia nosotras. Escuchamos una voz que a través de un megáfono y desde el interior del anfibio, nos daba instrucciones para colocarnos a cubierto. Justo cuando terminábamos de protegernos, cayó sobre el buque una enorme bolsa de agua, que hizo tambalearse el cascarón de madera ya debilitado por las llamas pero que consiguió su objetivo primero. Extinguir el incendio. Empapadas y aturdidas por el impacto, por fortuna indirecto, del agua, nos disponíamos a celebrar nuestra salvación, cuando fuimos conscientes, de que el peligro, no había terminado en absoluto. La estructura del barco, había quedado demasiado dañada por efecto de las llamas. La gran cantidad de agua, que se introdujo en su interior, no hizo sino desestabilizar aún más la vieja nave. Comenzó a inclinarse hacia proa. El castillo frontal se encontraba ya a pocos centímetros de la superficie. En ese instante, comprendimos, que sólo permanecería a flote unos minutos. Nuevamente recibimos instrucciones desde el hidroavión.
- ¡Muévanse con rapidez hacia popa! ¡Mantengan la calma. Descenderemos para rescatarlas!
Y así fue, pronto vimos como por una cuerda que descolgaron desde una puerta próxima a la cabina del piloto, se deslizaba un hombre con gran destreza y rapidez. Se colocó sobre cubierta y recogió a una de las chicas. Para nuestro asombro, no la izó al avión, si no que volaron colgando de aquella soga, durante unos cientos de metros y descargó a la primera superviviente, sobre la cubierta de uno de los veleros más próximos. Repitió la operación tantas veces como hizo falta, hasta que sólo quedaba yo sobre la cada vez más diminuta cubierta. Me había arrinconado contra la barandilla de popa a la que me asía con fuerza, para evitar resbalar y sumergirme en el océano. Más de la mitad del barco, se encontraba ya bajo las aguas y la parte que quedaba a flote, había adoptado una posición casi vertical que anunciaba una inmersión inminente. Con angustia creciente, vi como la última de mis amigas era depositada a salvo y el aeroplano viraba nuevamente, para regresar en mi busca. Mis pies se encontraban a escasa distancia del agua que ya chapoteaba engullendo la carbonizada madera, cuando observé como los depredadores no se hacían esperar, cortaban las mansas aguas, las aletas de algunos escualos, alertados por el sonido submarino del naufragio. Sabía que si mi salvador, no llegaba hasta mí en unos segundos, estaría perdida. En el tiempo que tardara en salir a la superficie, tras luchar contra la fuerza del agua que tiraría de mí hacia el fondo, los tiburones me habrían alcanzado. Mi nerviosismo era tal, que cerré los ojos, escuchaba los motores cada vez más cerca, el crujido de las tablas retorciéndose y el intenso olor a salitre invadiendo mis fosas nasales. Noté cómo las puntas de mis zapatillas se mojaban y abandoné la mente a mi fatal destino. Entonces, unos brazos poderosos me asieron por la cintura y noté que nos elevábamos, al tiempo que una voz contundente pero calmada, me susurraba al oído. "Tranquila, estás a salvo". Abrí los ojos, justo a tiempo de ver cómo la baranda de popa se sumergía para siempre en la profundidad del pacífico. Giré la cabeza hacia mi salvador y me encontré con una amplia sonrisa de alineados y blancos dientes y unos almendrados ojos de color miel. Observé sus brazos, definidos y robustos, enfundados en el traje de neopreno y escuché aquella maravillosa voz, diciendo
- Un placer, mi nombre es Hugo
- Yo... Esto... Encantada, yo soy Clara. Muchas gracias, por un momento pensé...
Entonces posó su dedo índice sobre mi boca en señal de silencio y acto seguido me besó con una pasión que tenía casi olvidada. Y así, de esa guisa, nos depositaron sobre las finas arenas de la playa. Cuando mis cuatro amigas se reunieron conmigo, nos encontraron charlando animosamente. Hugo, se había liberado del traje de inmersión hasta la cintura y su torso, moldeado por los ejercicios de pesas, brillaba bajo los rayos del sol. Corrí a abrazarme con mis compañeras de aventuras y tras las primeras preguntas para comprobar que todas nos encontrábamos en perfecto estado, levanté mi copa de piña colada hacia mi rescatador y pronuncié con cierto tono triunfal
- Chicas... Os presento a Hugo.
PD: Para los que os guste atar todos los cabos, os contaré, que el fuego lo ocasionó Gabriela, quedándose dormida mientras fumaba un apestoso cigarrillo mentolado. El seguro que habíamos contratado para el viaje, cubrió con los gastos del siniestro y el desplazamiento del equipo contraincendios. Que nos desplazaron hasta un yate cercano, en lugar de izarnos al interior de la cabina del hidroavión, para realizar una maniobra más rápida y porque dentro, no hubiera habido espacio para las cinco y la tripulación, ya que sólo caben seis personas. Aquella noche, cenamos en la playa, disfrutando de una enorme barbacoa, junto con el grupo de rescate y los ocupantes del yate que dio la alarma. Fueron unas vacaciones inolvidables para mis cuatro amigas, pero para mí... Fue el principio de una nueva vida. En la actualidad, soy monitora de buceo, sigo disfrutando de la playa, el sol y la piña colada junto a Hugo, con el que tengo dos hijos maravillosos y formamos una familia unida y feliz. Hugo me confesó, días después, que jamás había sentido algo así y mucho menos en mitad de un rescate, era un profesional. Pero estábamos hechos el uno para el otro y la locura nos invadió, en aquel momento de emoción. Una vez al año, Gabriela, Carlota, Mariana y Blanca, nos visitan y rememoramos con nostalgia nuestra aventura.
Cuando la vida os cierre las puertas, girad talones y buscad un nuevo camino.
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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