Paseaba, como tantas veces, por el camino empedrado que bordeaba la costa. Al pasar por una calita de fina arena de color dorado, dejé a mi derecha, las barcas alineadas una detrás de otra y protegidas, lo más posible, de la furia del mar. Me detuve allí, mirando al infinito, deslumbrado por los reflejos del sol sobre la arena y ausente, trasladándome, casi sin querer, al universo de mis recuerdos. Como una película en blanco negro, pasaban ante mí, imágenes de otra época. En realidad, no habían pasado tantos años, pero sí los suficientes para que el mundo en el que paseaba mi madurez, no fuera en absoluto comparable al que viví en mis años mozos. Visualicé los amaneceres rojizos, en los que mi padre y yo, arrastrábamos el bote que teníamos varado en la arena y lo hacíamos flotar en la orilla. Subíamos a bordo todos los aparejos y nos echábamos a la mar. Pasábamos horas. Primero buscando la zona adecuada, inspeccionando el fondo, intentando detectar algún suculento banco de peces, donde soltar nuestras redes y sacar las cañas. La preparación de los cebos, la colocación de los aparejos... Pero sobretodo la paciencia. Cómo esperábamos horas, hasta conseguir nuestro botín y cómo a veces, tras la larga espera, volvíamos a casa con las manos vacías.
Eran otros tiempos. Épocas de meticulosidad, de artesanía, de pesca para el consumo. Ahora, la imagen de aquellas lanchas olvidadas, vestigios minúsculos de tiempos felices, eran para mí el símbolo de cómo había cambiado el mundo.
De pronto, de debajo de una de las lonetas que protegía la embarcación más próxima a mi posición, salió un hombre. Menudo, con ropas muy flojas y destartaladas. Por el tono de su piel, parecía africano. Se giró por un momento y nuestras miradas se cruzaron. La mía era tan sólo de sorpresa, no esperaba ver salir una persona de allí abajo. La suya, una mezcla de terror y desesperada petición de socorro.
Pronto comprendí, que se trataba de algún desdichado, que huyendo de la hambruna de su país natal, habría recorrido muchas millas hasta llegar a la tierra donde probablemente, le habían asegurado que encontraría trabajo. Que podría ahorrar y enviar dinero a los suyos, que esperaban allá, al otro lado del mar. Sentí curiosidad por su historia y solidaridad por su desgracia. Pensé que debía estar solo y asustado y quise ayudarle.
-¡Hola!, me llamo Javier ¿y tú?
Era una pregunta tonta, a la que obviamente no obtuve respuesta. Con toda seguridad, ni siquiera me entendió. En lugar de eso, abrió mucho los ojos, acentuando el contraste del blanco, con el negro de sus pupilas y echó a correr, ágil como una gacela. Intenté perseguirle y hacerle comprender, que no le haría ningún daño. Pero fui casi tan torpe en mis movimientos, como en mi comunicación gestual, por lo que sólo conseguí aterrorizarlo y perderlo de vista.
Apesadumbrado, continué mirando las barcas de pesca. Pasados unos minutos, decidí que probablemente había un modo de ayudar al joven. Compré varias bolsas de comida, un par de mantas y algo de ropa y zapatos. Lo coloqué todo bajo la lona de la que había salido y me marché.
Al día siguiente, regresé y vi que la ropa no estaba, las mantas habían sido utilizadas y faltaba una parte de la comida. Repuse los alimentos y dejé varias hojas de papel con nombres de países. Nigeria, Kenia, Etiopía... Regresé por la mañana y sólo uno de los letreros continuaba allí, Nigeria. Gracias a un traductor online, pude escribir algunas frases cortas, presentándome, hablándole de mis intenciones de ayudarle y preguntándole su nombre. Parecía haber encontrado el modo de acercarme a aquel hombre. Pronto supe que se llamaba Kingsley, que había sido pescador en su país, hasta que la necesidad de conseguir una vida mejor para los suyos, le había empujado a arriesgar su vida, en un mundo desconocido. Pasada una semana, conseguí aproximarme a él. Llevé mi portátil, para asegurarme que conseguiríamos comunicarnos, gracias al traductor.
Han pasado cinco años. Kingsley habla mucho mejor mi idioma que yo el suyo, pero con esfuerzo, ambos conseguimos charlar durante horas. Ahora trabaja en la sección de pescado del mercado mayorista, ha logrado traer a su familia y algunos domingos, salimos con la vieja barca de mi padre y recordamos épocas anteriores. Él sonríe, porque siempre repito con nostalgia las mismas palabras... Eran otros tiempos.
De pronto, de debajo de una de las lonetas que protegía la embarcación más próxima a mi posición, salió un hombre. Menudo, con ropas muy flojas y destartaladas. Por el tono de su piel, parecía africano. Se giró por un momento y nuestras miradas se cruzaron. La mía era tan sólo de sorpresa, no esperaba ver salir una persona de allí abajo. La suya, una mezcla de terror y desesperada petición de socorro.
Pronto comprendí, que se trataba de algún desdichado, que huyendo de la hambruna de su país natal, habría recorrido muchas millas hasta llegar a la tierra donde probablemente, le habían asegurado que encontraría trabajo. Que podría ahorrar y enviar dinero a los suyos, que esperaban allá, al otro lado del mar. Sentí curiosidad por su historia y solidaridad por su desgracia. Pensé que debía estar solo y asustado y quise ayudarle.
-¡Hola!, me llamo Javier ¿y tú?
Era una pregunta tonta, a la que obviamente no obtuve respuesta. Con toda seguridad, ni siquiera me entendió. En lugar de eso, abrió mucho los ojos, acentuando el contraste del blanco, con el negro de sus pupilas y echó a correr, ágil como una gacela. Intenté perseguirle y hacerle comprender, que no le haría ningún daño. Pero fui casi tan torpe en mis movimientos, como en mi comunicación gestual, por lo que sólo conseguí aterrorizarlo y perderlo de vista.
Apesadumbrado, continué mirando las barcas de pesca. Pasados unos minutos, decidí que probablemente había un modo de ayudar al joven. Compré varias bolsas de comida, un par de mantas y algo de ropa y zapatos. Lo coloqué todo bajo la lona de la que había salido y me marché.
Al día siguiente, regresé y vi que la ropa no estaba, las mantas habían sido utilizadas y faltaba una parte de la comida. Repuse los alimentos y dejé varias hojas de papel con nombres de países. Nigeria, Kenia, Etiopía... Regresé por la mañana y sólo uno de los letreros continuaba allí, Nigeria. Gracias a un traductor online, pude escribir algunas frases cortas, presentándome, hablándole de mis intenciones de ayudarle y preguntándole su nombre. Parecía haber encontrado el modo de acercarme a aquel hombre. Pronto supe que se llamaba Kingsley, que había sido pescador en su país, hasta que la necesidad de conseguir una vida mejor para los suyos, le había empujado a arriesgar su vida, en un mundo desconocido. Pasada una semana, conseguí aproximarme a él. Llevé mi portátil, para asegurarme que conseguiríamos comunicarnos, gracias al traductor.
Han pasado cinco años. Kingsley habla mucho mejor mi idioma que yo el suyo, pero con esfuerzo, ambos conseguimos charlar durante horas. Ahora trabaja en la sección de pescado del mercado mayorista, ha logrado traer a su familia y algunos domingos, salimos con la vieja barca de mi padre y recordamos épocas anteriores. Él sonríe, porque siempre repito con nostalgia las mismas palabras... Eran otros tiempos.
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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