Me giré sobresaltada y vi de pie a mi lado a un oficial de la marina, con su uniforme blanco reluciente y sus galones brillando sobre los hombros. Era joven, bien parecido, pero con un aire un tanto arrogante.
- Buenos días, soy estudiante de fotografía y estoy preparando un trabajo.
- Un trabajo, ¿sobre qué?
- Bueno, el tema es la profundidad de campo, en blanco y negro. Como me encanta el mar y los barcos, he venido al puerto a encontrar inspiración y he visto aquel magnífico buque que ha enamorado a mi cámara.
- Ya... en cualquier caso, aquí no puede estar, es zona restringida, así que si no quiere tener problemas, le aconsejo que recoja sus bártulos y se vaya de inmediato.
- Vaya, lo lamento, pensaba que estaba en una zona pública.
- ¡No discuta!, es mejor para usted.
Por el nerviosismo y la contundencia del hombre, supe que no era momento para discutir, así que fingí convicción y respeto, plegué el trípode y me marché. Me temblaban las piernas, pero al mismo tiempo, me sentía orgullosa por haber sabido improvisar y convencer al hombre. Sin embargo, todo aquello corroboraba mi teoría de que el velero ocultaba mucha información. Me fui al hotel y me recosté un buen rato. No podía dormir, pensando en mi amado Julio. Todo eran incógnitas. ¿Seguiría vivo? ¿estaría a bordo? quizá había estado tan sólo a unos metros de él sin poder acercarme. Tal vez me hubiera visto por uno de los ojos de buey y yo ni siquiera me había percatado. ¿Y el profesor?, si habían conseguido la fórmula, su vida apenas tenía valor para sus secuestradores. Aunque yo, confiaba en que hubiera sido lo suficientemente inteligente como para ganar tiempo. Debía suponer que había gente intentando rescatarle.
Cuando anocheció, me dirigí nuevamente al puerto. Esta vez, llevaba un equipo mucho más discreto, de hecho, un cámara con carcasa acuática y de reducidas dimensiones, colgada en bandolera. Ropa oscura ajustada, que me permitía camuflarme en la oscuridad y un pañuelo que me servía al mismo tiempo para recogerme el pelo y para evitar que se mojara. Sigilosamente, me deslicé entre los malecones, ocultándome tras montañas de redes y contenedores, hasta situarme bastante cerca del velero. La única forma de acceder a él, era colgándome de una de las estachas que lo retenía a los noráis del muelle, concentrándome para no ser vista y no hacer ruido. Escogí, el que se encontraba más alejado de la zona de actividad de la tripulación. Una farola iluminaba bastante bien la zona, pero una vez consiguiera encaramarme a la soga, y recorrer los tres primeros metros, ésta quedaba oculta por la oscuridad de las aguas y la sombra del casco. Con la agilidad de un felino, comencé mi recorrido, cuando escuché un gran revuelo en cubierta. Pensé que me habían descubierto y estuve a punto de dejarme caer al agua y desaparecer buceando, pero controlé mis nervios y pronto comprendí que las carreras, no tenían nada que ver conmigo si no con el aviso de la hora de la cena. Pensé que era un momento estupendo para colarme. Tras grandes esfuerzos, conseguí por fin pisar el brillante suelo de madera. Me escabullí entre los botes salvavidas y detecté un acceso al interior. A lo lejos se escuchaban las risas y la conversación animada de quienes comían despreocupadamente. Encontré unas escaleras y bajé varios pisos. Me topé con una gran puerta metálica, cerrada y asegurada con un barrote de hierro que la atravesaba de lado a lado. Cuando por fin conseguí abrirla, recorrí un laberíntico pasillo oculto tras ella, llegué a una estancia amplia, húmeda, llena de sacos con herramientas y materiales de mantenimiento. Acurrucados entre los bultos, distinguí a Julio, al profesor Virulet y a sus ayudantes. ¡Estaban vivos!. Ahora había que salir de allí... Continuará
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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