Hacía días que había llegado a mis oídos la noticia de la arribada del buque a un puerto cercano. Sabía que aquellos mamparos, encerraban mucho más que marineros y carga comercial. Pero necesitaba pruebas. Nadie iba a creerme. "La gente no desaparece sin dejar rastro", me habían dicho, al intentar investigar sobre la desaparición del profesor Virulet. Me había interesado por él en una de las numerosas conferencias, que había ofrecido al colectivo científico, para compartir sus avances acerca de un compuesto químico de su invención, que se convertiría en la energía del futuro. No contaminante, barata, casi gratuita, en realidad, y al no tener necesidad de ser extraída de ningún fondo marino o terrestre, no habría riesgo de agotamiento, puesto que se creaba fácilmente en un laboratorio. Cuando presentó la primera propuesta en la cumbre de Sebastopol el año anterior, hubo una auténtica convulsión mediática. Periodistas de medio mundo fuimos movilizados y Virulet, se convirtió en una de las personalidades más fotografiadas del mundo. En su última ponencia, hacía tan sólo un par de semanas, había afirmado que las pruebas se habían superado satisfactoriamente y que en un par de meses, la fórmula estaría preparada para ser comercializada. El profesor, había reiterado su intención de donar su descubrimiento a la ciencia de manera gratuita y contribuir de ese modo al progreso y el desarrollo sostenible de nuestro planeta. Lo único que pedía a cambio, era que se dotara al nuevo combustible con su nombre. Sería un buen modo de pasar a la posteridad. Estaba claro, que había muchos intereses para que Virulet no fuera tan altruista. Más de uno había vislumbrado un modo de incrementar sus riquezas de forma rápida y no estaba dispuesto a dejar pasar la oportunidad porque un generoso investigador se conformara con dar su nombre a la energía del futuro. Una semana más tarde, Virulet junto a un par de colaboradores del laboratorio y el reportero que cubría sus movimientos, desaparecieron de forma misteriosa, cuando viajaban de regreso de su último evento público y pasaban en coche, por una aldea próxima a los Balcanes. Fui puesta al cargo de la investigación y desde el primer día, topé con muros imposibles de flanquear, cada vez que intentaba conseguir información. La mayoría reaccionaban sugiriendo que tanto Virulet como quienes le acompañaban, estaban escondidos, esperando que la receta mágica se revalorizara lo suficiente como para llenar sus alforjas, para el resto de sus vidas. Sin embargo, yo sabía que no podía ser. Había escuchado y leído cada una de las presentaciones del doctor, conocía perfectamente a Julio, mi compañero de profesión y de vida y sabía que ni uno ni otro, eran la clase de persona a la que se pudiera sobornar con dinero. Las pocas pistas que pude encontrar, me llevaban a aquel buque. Flamante velero de tres palos, pintado y engalanado como si recién saliera del astillero para su botadura. Me escondí en los muelles, oculta entre los cascos de otras embarcaciones y una montaña de redes secándose al sol, con la cámara sobre el trípode y enfocando las cubiertas. Quizá los tuvieran retenidos allí. La emoción de pensar que podían estar tan sólo a unos metros de distancia, me invadía y me impedía respirar con normalidad. Pasaron las horas. Sólo veía movimientos normales, marineros en su actividad de cubierta, oficiales dirigiendo maniobras de simulacro de salvamento, carga y descarga de ropa de cama, provisiones... Nada que pareciera inusual para un buque de sus características. De pronto, noté unos golpecitos en el hombro:
- ¡Oiga! ¿Qué hace usted aquí?... Continuará
- ¡Oiga! ¿Qué hace usted aquí?... Continuará
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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