Todo parecía producto de una broma macabra. Mi hermana y yo habíamos salido aquella mañana a dar un paseo por el bosque. "Id con cuidado", dijo mamá. "No os alejéis demasiado, amenaza tormenta". Tan atrevidos como inconscientes, jugamos durante horas, ajenos a las distancias, al tiempo y a cualquier peligro que pudiera acecharnos. Unos sonoros truenos, retumbaron sobre las copas de los árboles y pocos segundos después, el cielo parecía romperse atravesado por deslumbrantes rayos. Nos quedamos parados en mitad de la espesura, mirándonos con los ojos muy abiertos y las manos aún agarrando los palos secos que hasta hacía pocos segundos habían ejercido de brillantes espadas en nuestros juegos infantiles. La pequeña Andrea soltó el trozo de madera y su frente se arrugó, con intención de echarse a llorar, pero un segundo rayo, cayó justo encima de la arboleda y dando un salto, se abrazó a mi, presa del pánico. Mi hermana era tres años menor que yo, pero su cuerpo menudo le hacía parecer aún más niña. Le tomé la mano intentando transmitirle tranquilidad, cuando a mi me temblaban las rodillas. Vimos un fogonazo brillar en unas ramas a pocos metros de nosotros y comprendimos que el rayo había calcinado uno de los árboles del bosque. Comenzamos a correr sin dirección, aterrados e inseguros, mientras la tormenta seguía castigando la zona. Comenzó a llover copiosamente, cuando vislumbré una cabaña de madera en un claro frente a nosotros. Al acercarnos, comprobé que debía llevar abandonada mucho tiempo, por el mal estado en que se encontraba. Me aterrorizaba la idea de entrar en la casa oscura, sin saber lo que podría hallar en su interior, pero cuando los relámpagos vinieron acompañados de grandes cantidades de agua y ví el cuerpecito de Andrea empapado y temblando, decidí correr el riesgo. La tomé en brazos y dando una patada en la puerta con cautela, nos adentramos en la estancia. "¡Hola!¡Hola!", avisé de nuestra presencia, pero nadie contestó. La caseta estaba distribuida en dos estancias, la principal, que bien podía haber sido una sala de estar y otra más pequeña, en la que había los restos de lo que fuera una cama. Nos acurrucamos en un rincón, donde el tejado aún aguantaba las inclemencias del tiempo. Frente a nosotros había una ventana, que golpeaba a merced de la tempestad y por la que se habían hecho espacio las hojas de una tupida enredadera. Ahora lamentaba profundamente no haber hecho caso a mi madre y me sentía responsable por lo que pudiera sucedernos. Cuando logré controlar el miedo, decidí revisar el lugar y ver si podía encontrar algo que nos sirviera de ayuda. En un rincón, encontré una vieja y raída manta de lana, la sacudí con fuerza para eliminar lo más posible los restos de maleza y polvo, ayudé a mi hermana a desvestirse y la envolví en la manta.
- Tenemos que evitar que cojas una pulmonía
- ¿Y tú?
- No te preocupes por mí.
En lo que parecía haber sido una cocina de leña, detecté un par de fósforos reblandecidos. Intenté hacer fuego con uno de ellos, pero se dobló y la cabeza se deshizo entre mis dedos. Tomé el otro con mucho cuidado entre mis manos, intentando transmitirle el calor de mi cuerpo para secarlo. Luego soplé, y colocando la yema de mi dedo índice sobre la parte más abultada, conseguí una gruesa chispa que se volvió una tímida llama e inmediatamente deposité sobre unos pequeños maderos. Minutos más tarde teníamos un buen fuego que nos daba calor y luz. La noche ya había llegado y el temporal continuaba arreciando. Iba a ser una noche larga. Intenté no dormirme, pero pasadas varias horas, al calor de la hoguera y con el sonido crujiente de la madera, no podía evitar dar cabezadas. De pronto, con las primeras luces del alba, escuché unos ruidos en el exterior. Parecía un animal deslizándose entre la frondosidad del bosque. No se escondía, quizá era grande, un oso, tal vez. Aterrado, desperté a Andrea que descansaba con placidez. Se levantó de un respingo y se colocó detrás de mí, mientras yo sujetaba una tea con gesto amenazador. La puerta se abrió bruscamente y cuando estaba a punto de desmayarme esperando las hambrientas fauces de un animal salvaje, descubrí el rostro angustiado de mi madre.
-¡Mamá! ¡Has venido a buscarnos!
- Hijos míos, ¿estáis bien? ¡Casi me muero de preocupación pensando que algo terrible os había sucedido!
- No mami, estamos bien, no digas nada, por favor, no nos regañes. Hemos aprendido la lección.
Y la terrible experiencia terminó fundida en un tierno abrazo de los tres.
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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