Desde que tengo uso de razón, había acompañado a mi padre y a otros hombres del pueblo, a la cala. Protegidos por la inmensidad del océano y por aquel pasillo de roca natural, esperábamos escuchar el batir lento de un par de remos y el deslizar de la barca de madera de los contrabandistas. Eran tiempos difíciles. La guerra había terminado en los campos de batalla. Los soldados se habían retirado de pueblos y ciudades subidos en sus tanques. Cubiertos de gloria unos y vencidos los otros. Dejaron a su paso tristeza, soledad, destrucción. Un país en ruinas, que debía afrontar una nueva batalla. Sin sangre, sin armas, pero más dolorosa si cabe. La lucha contra el hambre, las enfermedades, el frío del invierno y las casas derruidas. El combate contra el ego de los ganadores y el rencor de sus humillados oponentes. Para muchos, supuso una muerte lenta, resultado de una penosa agonía. Para otros, comenzó una desgarradora peregrinación por los caminos de la supervivencia. Los pocos hombres, que como mi padre, volvieron a casa sin mutilaciones o invalidez, abrieron las puertas de sus hogares heridos de muerte. Corazones disecados por la violencia de una guerra. Veían a sus mujeres e hijos, recibirlos con sonrisas y abrazos y reproducían en su mente las imágenes de aldeas arrasadas, niños descuartizados ante los ojos de sus madres ultrajadas sin piedad. La mayoría, habían participado en la barbarie. Los pocos que no lo hicieron, llevaban en sus almas, las imágenes de los ojos de los civiles desamparados pidiendo ayuda y sus propias sombras, dándoles la espalda. Unos por cobardía, otros por impotencia. Cada uno buscaba en su interior, la respuesta que le permitiera seguir adelante. Algunos no la hallaron y se volaron los sesos, como único modo de borrar las atrocidades cometidas. Veredicto, culpable.
Mi padre, no hablaba de aquellos días. Se dedicó en cuerpo y alma a procurarnos alimentos y a compensar las privaciones de la época, con suculentos botines. Con un grupo de hombres de confianza, establecieron contacto con unos marinos contrabandistas que traían, del otro lado de la frontera, lanchas cargadas de los más preciados tesoros. Comida, alcohol, tabaco, chocolate, especias... De buena calidad y en cantidad suficiente para abastecer a varias aldeas. Al principio, las entregas eran mensuales, luego quincenales y más tarde varias veces por semana. El riesgo era enorme, pero todos sentíamos que no existía otra opción. Yo tenía once años. Mi misión, consistía en vigilar desde una elevación del terreno, que no se acercara nadie. Al menor movimiento sospechoso, debía imitar el graznido del cuervo. Entonces, todos se ponían a cubierto. A mi madre no le gustaba que los acompañara, pero eran tiempos salvajes, en los que no había espacio para los juegos de niños. Tuve que comportarme como un adulto, casi desde el día en que pude caminar por mí mismo.
Cuando los contrabandistas se acercaban, les pedíamos un santo y seña, que en cada visita se cambiaba y se acordaba, para la siguiente entrega. El sol se colaba entre las piedras, iluminándonos con sus rayos de esperanza cuando mi padre dijo:
- ¡Quien vive!
- ¡La gaviota marinera de pico anaranjado!
- Está bien, acercaros. ¿Qué traéis hoy?
La descarga del bote, el pago y el establecimiento de la nueva contraseña, se realizaban en silenciosa parsimonia. Minutos después, la embarcación desaparecía. Como siempre, nos quedábamos organizando la carga. Cada uno se llevaba una parte, que negociaba o disfrutaba, según sus necesidades. Permanecí con mi padre, ordenando los dos sacos que nos correspondían. Camuflándolos entre el heno, para poderlo transportarlos con discreción en el carro de caballos. Dejamos atrás la cala, el reflejo de las rocas en el agua y llegamos a casa satisfechos, un día más. Al abrir la puerta, mi madre, abrazó a mi padre con vehemencia y dijo "¿Cuándo acabará esta guerra?".
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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