Allí estaba yo, un elegante Fox Terrier tricolor, sentado al borde del malecón, contemplando el mar y los veleros navegando en el horizonte. Me asomé para observar a los pescadores que más abajo, en el muelle, se afanaban por lanzar cebos una y otra vez, intentando que algún despistado picara. Yo sentía una enorme curiosidad por el tipo de peces que podrían capturar tan cerca de la ciudad. No me parecía posible, que hubiera suculentas piezas entre los residuos y las manchas de aceite procedentes del puerto. Tanto incliné mi cuerpo, que desde mi perspectiva, parecía que mar y cielo podían vaciarse de un retrato colgado en la pared, como si de un vaso se tratara. Entonces, me fijé en un curioso hombrecillo, colocado justo en mi línea de visión. Estaba agachado, manipulando sus instrumentos de pesca, con su regordete trasero en perfecta posición para ser empujado al agua, víctima de una broma cruel. Estaba debatiéndome entre la tentación de darle un buen susto y el correcto comportamiento de un can educado de mi clase, cuando súbitamente, salió de las aguas un gigantesco ser. Me recordaba al craken de una película fantástica. Mezcla de pulpo y ostra gigante. Aquella criatura descomunal, elevó su cuerpo varios metros por encima de la superficie, emitió un espantoso rugido y engulló al pescador, atrapándolo por la cabeza. Sin apenas tiempo de reacción, el monstruo desapareció, arrastrando al hombre hacia las profundidades marinas. En el extremo izquierdo del muelle, había dos jóvenes, también pescando, que se quedaron paralizados observando la espantosa e increíble escena. Al cabo de unos segundos, uno de ellos, cayó desmayado al suelo y el otro salió gritando despavorido, pidiendo auxilio y dejando abandonada la caña de pescar. Los libros me definen como "perro de agua". Por tanto decidí, que era momento de actuar. Salté desde el malecón hasta el muelle inferior. Recorrí varios metros arriba y abajo, intentando olisquear y detectar por dónde, el diabólico engendro se había sumergido. Finalmente, el hedor a pescado podrido, me hizo adivinar su trayectoria. Sin pensarlo dos veces, salté en la dirección que mi olfato me indicaba. Introduje la cabeza bajo el agua y vi a lo lejos su sombra deslizándose hacia el fondo y la mano extendida del hombre pidiendo ayuda. Tomé aire y buceé con todas mis fuerzas hacia ellos. Me planté frente a él y sin titubeos me lancé a uno de sus ojos. Lo mordí con tanta fuerza, que se desprendió de su cuenca como si de una canica se tratara. Desconcertado y dolorido, soltó a su presa. Con la última reserva de aire de mis pulmones, agarré la manga del desdichado pescador entre mis dientes y nadé con toda la intensidad que pude hacia la superficie. Cuando por fin conseguí tomar algo de aire, vi que en el espigón, se habían arremolinado los curiosos. Ladré desesperado, indicando, que el desvalido que flotaba junto a mi, necesitaba con urgencia primeros auxilios. Lo sacaron del agua y tras varios minutos de masajes y respiración boca a boca, consiguieron que escupiera el líquido que había entrado en su cuerpo y poco a poco, sus grises mejillas recuperaron un color sonrosado mucho más saludable. Agotado por el esfuerzo, yo me había tumbado empapado en un rincón, a observar el desenlace de la historia. Entonces, uno de los que rodeaba al fatigado pescador me señaló y dijo con solemnidad:
- ¡Él te ha salvado!
Me hizo un gesto para que me acercara. Me senté junto a él y al comprobar que se encontraba mucho mejor, le di un lengüetazo que recorrió toda su barbilla. Me estrechó con fuerza, acariciando y besando una y otra vez mi cabeza. Aún no habíamos terminado de disfrutar del entrañable momento, cuando apareció de nuevo de entre las aguas el gigantesco monstruo. La gente a nuestro alrededor, desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Estábamos demasiado débiles para echar a correr, así que nos quedamos inmóviles, observando al ahora tuerto especímen, resignados a nuestra suerte. Apoyó dos de sus tentáculos sobre el muelle, fijó la mirada del ojo que le quedaba en nosotros y emitiendo un extraño rugido de enfado y dolor se sumergió para siempre. Cualquiera hubiera dicho, que la estampa le había enternecido y había decidido perdonarnos la vida. Quizá comprendió, al vernos, que con un poco de cariño, la vida se ve con otra perspectiva.
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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