La Foto del día: 08-07-2011 "El abuelo, la gruta y la barca"

Edurne Iza, El abuelo, la gruta y la barca

El abuelo siempre nos había contado estremecedoras historias de piratas. Después de cenar, cuando nos reuníamos alrededor del fuego, relataba con increíble realismo cómo, crueles y despiadados, llegaban a los pequeños pueblos pesqueros y diezmaban la población. Asesinaban sin piedad a mujeres, ancianos y niños y a los hombres más fuertes, los secuestraban para ser vendidos como esclavos o realizar en sus navíos las tareas más duras. Mi hermano y yo, escuchábamos ensimismados y nos trasladábamos emocionados a las batallas, que con tanto detalle describía. Disfrutábamos, con la tranquilidad de pensar que tenía una imaginación fuera de lo común.
- ¡Cuéntanos la del día en que Baba Aruj desembarcó en nuestra aldea!
- No frivolicéis con el sufrimiento de tantas almas, mascullaba entre molesto y orgulloso por nuestro interés.
- ¡Por favor abuelito, no seas malo!
- No deberías meter todas esas historias en la cabeza de los niños. ¡Basta ya, a dormir!, protestaba nuestra madre enfurecida.
- Está bien, vamos niños os acompaño a la cama.
Entonces a escondidas, guiñaba un ojo. Tomándonos a cada uno por una mano, nos arropaba y en voz muy bajita para que su hija no le escuchara, comenzaba su relato. "Baba Aruj, más conocido como Barbarroja..." Nosotros, emitíamos ahogados gritos de emoción, por cada rechinar de espadas o disparo de mosquetón. Hasta que agotados, cerrábamos los ojos, para poner entre sueños nuestro final particular a cada historia.
Sin embargo, pronto comprendimos, que nuestro anciano abuelo, no inventaba ninguna de aquellas crónicas. Una sólida galera arribó al pequeño puerto pesquero de nuestra aldea. Se organizó un gran revuelo. Las madres corrían con sus bebés en brazos, los hombres intentaban proteger a sus familias y organizar una defensa para evitar, lo que por desgracia no podría frenarse. Eran piratas, desembarcaron a pocos metros de la orilla de la playa, salían a borbotones de entre las olas, como las hormigas de un pequeño agujero en la tierra. Nuestro padre estaba en el puerto, preparando la barca para salir a pescar, como cada día. Mamá estaba en el lavadero, haciendo la colada, con otras muchas mujeres del pueblo. Con la respiración agitada y el corazón casi saliendo por su boca, el abuelo llegó hasta donde estábamos jugando. Cogió nuestras cabecitas con sus manos curtidas por el tiempo y la dura vida del mar y acercando mucho sus brillantes ojos a los nuestros, nos dijo.
- Escuchadme bien, quiero que corráis hasta la cala secreta. Donde escondemos la bajada de las barcas la mar. Quiero que os escondáis en la gruta con la puerta de barrotes de madera y esperéis allí durante tres noches y tres días. Nada ni nadie deberá haceros salir antes de tiempo. Tomad estas bolsas con agua y comida habrá bastante para los dos.
- Abuelo tenemos miedo. ¿Y mamá y papá y tú?, sollozábamos con desesperación.
- No hay tiempo queridos míos. Hoy la vida ha decidido que dejéis de ser niños para convertiros en bravos, honestos y astutos hombres. No miréis atrás. Sólo recordad lo mucho que os queremos y que siempre, de algún modo estaremos ahí en los momentos difíciles. Honrad a vuestro padre y a vuestra madre. Y ahora, partid.
Empujando nuestros temblorosos cuerpecillos, consiguió que comenzáramos la carrera. Escuchamos aullidos de dolor, llantos de recién nacido, estertores de muerte, pero sólo cuando nos encontramos en lo alto de una loma, tras la cual dejaba de divisarse el pueblo, nos giramos para comprobar lo que quedaba a nuestras espaldas. Una enorme polvareda, charcos de sangre, carreras, cuerpos desmembrados. Divisamos la tina de piedra donde vimos a mamá por última vez, el agua estaba teñida de rojo y los cuerpos de las mujeres sorprendidas por la violencia de los corsarios, flotaban sobre ella. En el puerto, aún se fraguaban algunas desproporcionadas batallas. Sanguinarios contra pescadores. Intentábamos encontrar las caras de nuestros seres queridos entre semejante horror. Comprendimos que eso no sucedería y nos dirigimos a nuestro escondite. La caverna estaba camuflada en una pequeña cala de arena pedregosa, protegida, en uno de sus lados, por un acantilado de piedra. Permanecimos allí abrazados, llorando a veces, odiando otras. Sabiendo que nuestra vida tal y como la habíamos concebido hasta ese momento, había terminado. Al amanecer del tercer día, escuchamos ruidos en el exterior. Sigilosos, nos asomamos a las maderas del portón, intentando descubrir, quien podía acercarse. Eran cinco, quizá seis hombres, desaliñados, armados y un tanto ebrios. Se aproximaban peligrosamente a la entrada. Nos acurrucamos lo más al fondo que pudimos, sin poder eludir que la curiosidad, les hiciera acceder a nuestro escondite.
-Vaya, vaya, vaya, mira qué tenemos aquí. Dos pequeños peces que no quieren ser pescados. ¡Ja, ja, ja!. ¡No escaparéis desgraciados!.
En ese momento sucedió algo totalmente inesperado, de entre los árboles que coronaban la escarpada pared de piedra, salió volando una barca. Al timón el abuelo, a proa papá y mamá.
-¡Os dije que estaríamos ahí en los malos momentos, y en esta familia las promesas son sagradas!
Su aspecto era como el de la última vez que habíamos cenado todos juntos, sonriente, saludable. Aunque los tres tenían una imagen un tanto etérea, como difuminada y transparente. Ante la sorpresa de los filibusteros, la barca se detuvo a nuestros pies, el tiempo preciso para que pudiéramos subir a ella. Luego remontó el vuelo y se alejó, para perderse entre las nubes. Recuerdo que mi hermano quiso abrazar a mamá, pero algo se lo impidió, era como si a pesar de estar a nuestro lado, una distancia infinita nos separara de ella, de todos. Luego nos quedamos dormidos. Quien sabe cuántas horas pasaron, hasta que los brillantes rayos de sol, nos hicieron volver a la realidad. Estábamos a la deriva, en el bote de madera. Pero navegábamos solos, sin rumbo. Ni rastro de nuestros mayores. Entonces comprendimos, que habían vuelto del más allá para asegurarse de nuestra supervivencia.
Llegamos a tierra firme y comenzamos una vida de adultos. Trabajo, obligaciones y más trabajo. Pasó el tiempo y crecimos, sanos y fuertes. Nunca olvidamos nuestro rincón secreto. Arreglamos la puerta, corroída por el salitre y los golpes de mar, añadimos un pequeño espigón para acceder con mayor facilidad. Ni uno solo, de todos estos años, hemos dejado de regresar a la gruta en el aniversario de aquel fatídico día. De pasar juntos una noche al cobijo de aquellas rocas. De rendir homenaje a la sabiduría y al amor de aquellos que nos dieron la vida y la sacrificaron por nosotros.


Foto: Edurne Iza

Texto: Onintza Otamendi Iza

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