Aquel año, las vacaciones de invierno prometían ser inolvidables. Una semana con los compañeros de colegio en Groenlandia. Estaríamos en una cabaña y conoceríamos de cerca, las especies animales más fascinantes de la zona. Incluso, con un poco de suerte, ¡veríamos osos polares!. El avión sobrevolaba una extensa llanura blanca. Un precioso manto de nieve y hielo, cuando de pronto, el motor comenzó a sonar de modo extraño. El monótono ronroneo, se convirtió en un intermitente estertor. Luego el silencio y un extraño traqueteo, que movía el aparato de lado a lado. El capitán habló por megafonía, dijo que mantuviéramos la calma, que nos abrocháramos bien los cinturones de seguridad y que apoyáramos la cabeza entre los brazos. Teníamos que realizar un aterrizaje de emergencia. Probablemente no pasaron más de dos o tres minutos, pero se hicieron interminables. A mi alrededor, oía gritos de pánico y llantos. Tenía tanto miedo, que no era capaz, ni siquiera de chillar. Me temblaban las rodillas y la mandíbula. Mi corazón latía muy deprisa. Entonces un tremendo impacto, sacudió todo el aparato. Intenté sujetar mi cabeza, tal y como había indicado el piloto, pero lo último que recuerdo, es una brutal sacudida, que hizo que todo mi cuerpo rebotara contra el asiento. Ese fugaz momento, vuelve a mi mente una y otra vez, como en cámara lenta. Es difícil calcular cuánto tiempo pasó hasta que volví en mí. Abrí los ojos, muy aturdido. Recuerdo que lo primero que noté, fue un intenso frío en las piernas. Seguía sentado en mi butaca, con el cinturón puesto. Lo extraordinario fue encontrarme solo, en mitad de la nieve. El asiento se había arrancado de cuajo, unido a un trozo de fuselaje y la ventana que tenía en mi lado izquierdo. Miré a mi alrededor, buscando a mis compañeros, al resto del avión, la tripulación... Nada. Sólo un intenso y cegador manto blanco. Entumecido, me levanté y comprobé que aparte de algunas magulladuras, estaba sano y salvo. Comencé a caminar desorientado. Tenía miedo de alejarme del trozo de metal del avión. Aunque por otro lado, quizá el resto se encontraba tan solo a unos cientos de metros. Decidí continuar. Pasado un buen rato, me senté en la nieve y no pude evitar romper a llorar. Dónde estaban los demás, qué les habría pasado, tenía miedo. Tapé mis ojos con las manos, y sollocé sin consuelo. Entonces, percibí un intenso olor a pescado y un cosquilleo en mis mejillas. Levanté las manos y allí estaba ella. Una enorme foca, que me olisqueaba con curiosidad. La miré con recelo, porque no estaba seguro de sus intenciones, pero pronto comprendí que no corría ningún peligro. Era preciosa y me hizo sentir bien, acompañado y protegido. Un gélido viento comenzó a soplar, tan fuerte que la nieve se levantaba en violentas oleadas. Haciendo gala de un increíble instinto protector, el animal me rodeó entre sus aletas, protegiendo mi cabeza bajo su cuello y utilizando su gigantesco cuerpo, como parapeto contra la ventisca. Permaneció en la misma postura, hasta que la tormenta amainó. Olía realmente mal, pero estaba tan calentito allí dentro, que hubiera deseado que el temporal durara unas horas más. Con gigantesca torpeza, se alejó de mí, desapareció tras un pequeño montículo y volvió pasados unos minutos, con un enorme pescado en su boca. Mordió un trozo y dejó el resto a mis pies, invitándome a que hiciera lo propio. Odiaba el pescado crudo. Lo abrí entre náuseas con mis manos, le saqué las tripas e intenté comer algunos trozos. Sabía que mi cuerpo necesitaba alimento. Mezclaba los pedazos con puñados de nieve, para suavizar el sabor. La foca me observaba con gesto de extrañeza. Pasó el tiempo. Quién sabe cuánto, en medio de aquella eterna blancura. Un ruido de motor se escuchó a lo lejos. Era un helicóptero de rescate. Supongo que los pilotos, debieron comunicar nuestra posición antes de la caída. Cuando bajaron los de salvamento, me preguntaron si estaba bien. Señalándola dije
- Gracias a ella estoy vivo. Me ha dado calor, alimentos y me ha protegido hasta que habéis llegado.
- ¡vaya!, pues has tenido suerte de encontrarla, entonces.
Antes de subir al aparato, abracé a mi salvadora, besé su pestilente hocico y me despedí. Mientras nos elevábamos, no podía dejar de mirarla, como una pequeña mancha en medio de la inmensidad. Ella levantó la cabecita, siguiéndonos con sus ojos hasta el infinito.
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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