Nos habían entrenado para luchar en tierra, pero comenzando la batalla desde el aire. Fui reclutado por las fuerzas aerotransportadas. Nos transportaban en aeronaves, hasta colocarnos detrás de las líneas de las fuerzas enemigas. Una vez allí nos soltaban y nos dispersábamos de forma discreta para llevar a cabo nuestra misión. Casi siempre lográbamos atrapar al enemigo por la espalda y desprevenido, lo cual ayudaba a los buenos resultados obtenidos por nuestras operaciones. Sin embargo, yo no me veía como un héroe. Ni un guerrero, ni un profesional. Me había encontrado envuelto en una guerra, como tantos otros jóvenes. Había sido llamado a filas, para defender a mi país. Pero yo, no me sentía un patriota. Sólo era capaz de tener miedo y de pensar que estaba dando mi vida, no por mi país, que al fin y al cabo es una causa noble, si no por defender unos acuerdos que no conocía, firmados por unos señores a los que tampoco conocía, pero que por lo visto me representaban como ciudadano y decidían sobre mi destino, sin siquiera consultarme. El caso es que ya había conseguido sobrevivir a varias misiones y centenares de saltos. Pensaba que mi racha de suerte debía estar a punto de acabarse, así que decidí cambiar el curso de mi destino. Se acabó el que otros tomen las decisiones por mí, pensé. Hoy comienza la operación paracaídas. Hoy es el primer día de mi nueva vida. Así que aprovechando una misión que sobrevolaba un pequeño pueblo de costa, manipulé mi paracaídas con destreza para separarme del grupo, en el preciso instante en que una pequeña colina me servía de parapeto visual con el resto del grupo. Aquel día me despedí con un abrazo muy especial del resto de los chicos. La mayoría, como yo, eran soldados por accidente. Muchos murieron ese día, otros meses después. Muy pocos sobrevivieron. Esa misión está escrita en los libros de historia como una de las mayores carnicerías de las fuerzas aerotransportadas. Han pasado más de cuarenta años y aún recuerdo la sensación de libertad, de aquel descenso. Todavía puedo percibir el olor de la brisa marina y aquellas calas de arena gruesa escondidas entre las rocas, los veleros fondeados en la bahía, las casitas salpicadas entre los árboles. Escogí un recodo tranquilo para bajar, esconder el paracaídas, cambiarme de ropa y esperar oculto en un bosquecillo a que anocheciera. Hubiera gritado de felicidad, hubiera celebrado mi libertad a todo pulmón, de no ser porque a lo lejos escuchaba el eco de los disparos y sabía que muchos de los chicos, no disfrutarían de un nuevo amanecer.
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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