Hacía viento. Una brisilla de esas que al que atrape desprevenido, lo resfría seguro. De esas en las que el aire está tan impregnado de salitre, que escuecen la nariz y los ojos. Miró hacia los mandos, viejos oxidados y pensó, “cómo no vais a estar así con tanta sal y humedad”. Caminó hacia ellos, para realizar la misma operación de cada día, cuando uno de sus huesos crujió sospechosamente. Notó un latigazo en la rodilla, pero no hizo caso y siguió caminando por cubierta. Arrastraba marcadamente uno de sus pies. De uno de sus bolsillos, cayó un llavero hecho de cuerda, típico de marinos, ennegrecido de ser manipulado por sus manos robustas y llenas de grasa. Se agachó a recogerlo y el crujido fue mucho mayor, esta vez a la altura de las lumbares. No podía enderezar su columna. Se había quedado, como se dice coloquialmente, clavado. ¿Será posible?, porfió con indignación. Lanzó varios juramentos al aire, pero aparte de las escandalosas gaviotas que sobrevolaban la embarcación, nadie podía oírle. Estaba solo. Era día de parada. La gente de mar, había salido a compensar el mareo de tierra. En un barco pequeño como aquél, con que quedara uno a bordo, era suficiente para vigilarlo todo y él ya no se sentía cómodo en las tabernas del puerto. Su alma estaba corroída, por las oscuras noches de temporal. Se había acostumbrado a hablar a las estrellas y a la luna. A gritar a las aves y contemplar a los peces. Había aprendido a sentirse acompañado por la soledad. Medio agachado, con la columna en forma de L y sin poder moverse, pasaron ante sus ojos tormentas, escoras y pantocazos, días de calma chicha, de mar de fondo, de Tramontana, de Siroco y de Levante, fiestas en la popa, risas en el alerón. Desfilaron fragmentos de una vida rica, intensa, dura. Desde su incómoda postura, divisó de nuevo el panel con las palancas oxidadas y hablándole como si esperara una respuesta afirmativa espetó “¡amigo, a ti y a mí nos toca jubilarnos!”.
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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