La desesperación comenzaba a hacer mella en su ánimo. Había visitado todas las agencias de empleo de la comarca, había repartido currículums por tiendas, gasolineras, restaurantes. Hacía ya muchas semanas, que había olvidado su experiencia en oficinas, sus trajes y corbatas, y estaba dispuesto a aceptar cualquier tarea, que de forma honrada, le permitiera mantenerse a flote. Hacía un par de días, el dueño de un pequeño hotel rural, a las afueras del pueblo, le dijo que se pasara a verle al cabo de una semana, necesitaba un empleado. Tendría que limpiar las habitaciones una vez que los huéspedes se hubieran marchado. Estaba entusiasmado, por fin podría ir al supermercado, comprar comida, tomar un café los domingos en el bar de la esquina leyendo el periódico... Al fin y al cabo, llevar una vida normal, que es lo que anhelaba, por encima de todo. Aquella mañana, se duchó, se arregló lo más que pudo, dentro de sus limitados medios. Pasó por el centro comercial, antes de su cita en el hotel, para tomar prestada un poco de colonia, de las muestras que había expuestas para los clientes. Quería causar una buena impresión, quería ese trabajo, más que cualquier otra cosa. Llegó a la puerta del establecimiento, era de madera, robusta, antigua. A la altura de sus ojos, había una aldaba de hierro, redonda y erosionada por el uso y el paso de los años. Respiró hondo, cojió la anilla con su mano y propinó dos golpes secos. Esperó unos minutos, pero la madera sólo le devolvió silencio. Volvió a tocar, esta vez, de forma más enérgica: toc, toc, toc. Nadie acudió a su llamada. Dio la vuelta a la casa, intentando descubrir otra entrada, algún modo de acceder al interior. Todo estaba perfectamente cerrado. Nervioso, gritó "Abra la puerta", "Abra la puerta, por favor". A punto ya de renunciar, vio un pequeño letrero de papel, "Cerrado por jubilación". No atinaba a comprender qué había sucedido, ¿le había tomado el pelo?, ¿podía haber gente con tanta maldad?, ¿por qué?... Desesperado, descorazonado, comenzó a aporrear la puerta con la aldaba, gritando y llorando, "Abra la puerta, abra la puerta por favor". Con aquella llamada sin respuesta, se había marchado casi su última esperanza.
Foto: Edurne Iza
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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