Desde la pequeña ventana que iluminaba la estancia podía ver un paisaje hermoso. Pasaba horas ensimismado fantaseando sobre lo que haría si pudiera recorrer los prados, caminar entre los árboles y perderse por los bosques. Había memorizado cada centímetro de aquella vista, como si de un cuadro se tratara. Lo había visto de un verde resplandeciente en primavera, vestido de cálidos ocres en otoño y engalanado con el manto de la nieve en los meses de invierno.
Pero Daniel nunca podría tumbarse sobre la hierba ni apreciar el aroma de los árboles en una cálida tarde de Agosto. No podría remover la tierra con sus dedos ni disfrutar de la indescriptible sensación de libertad que provoca la brisa removiendo los cabellos. Daniel permanecía prisionero en la Torre de los Deseos Olvidados y esa era la mayor maldición que podía recaer sobre cualquier ser. Humano o divino.
Cuenta la leyenda que cuando alguien que nos ama profundamente desea que se cumpla para nosotros algo con tanta intensidad que daría su vida a cambio de que sucediera, en realidad nos está condenando a vivir encerrados en la Torre de los Deseos Olvidados. Eso es lo que involuntariamente consiguió Manuela, la madre del joven, desde el mismo día en que éste nació. Manuela era una hermosa campesina enamorada de un pobre granjero. Con humildad y paciencia vivían su amor fruto del cual nació Daniel. El dueño de las tierras que trabajaban, un viejo tan rico como nauseabundo, se encaprichó de la belleza de la joven y ante sus constantes rechazos, vio como solución a sus anhelos asesinar al esposo suponiendo que la joven viuda con el bebé en sus brazos, sola y desamparada caería rendida a sus pies. Sin embargo, Manuela, prefirió huir al bosque con su retoño y sobrevivir allí junto a los osos y las ardillas, antes que ceder a las presiones del viejo desalmado y asesino de su amor. Los veranos sucedieron a las primaveras y éstas llegaron para iluminar los inviernos que a su vez habían congelado los otoños. El pequeño tenía ya siete años y la joven madre vivía angustiada por el futuro de su vástago. Proyectó en él su vida entera. Sus sueños de venganza, de justicia, de una vida mejor, eran los únicos temas de conversación entre ambos. Era una obsesión enfermiza que mantenía al mismo tiempo a Manuela con vida, pero aislada de la realidad. Sumida tan sólo en el oscuro deseo que que su hijo consiguiera todo aquello que la vida y la maldad de algunas personas les habían negado a su esposo y ella. Tan grande era su fijación, que sin quererlo, sin pensarlo, sin ser consciente de en qué momento sucedió, condenó a su hijo a vivir en la Torre de los Deseos Olvidados, que es donde quedan encerrados para toda la eternidad aquellos seres que alienados por los sueños ajenos, viven sus vidas a través de otros ojos, acumulan experiencias que no son las suyas, se frustran por desgracias ajenas y saborean venganzas que ni tan siquiera saben a satisfacción. Y es que Manuela, como tantos otros, olvidó en su lucha por la supervivencia, que dos personas bajo las mismas circunstancias, en el mismo punto del espacio y el tiempo, buscan soluciones diferentes a un mismo problema. Y presa del amor emponzoñado por el amargo regusto de la venganza, destruyó a quien se había convertido en su razón para existir confinándolo a vivir eternamente mirando el futuro tal y como ella lo había dibujado, como si de un cuadro al óleo se tratara.
Pero Daniel nunca podría tumbarse sobre la hierba ni apreciar el aroma de los árboles en una cálida tarde de Agosto. No podría remover la tierra con sus dedos ni disfrutar de la indescriptible sensación de libertad que provoca la brisa removiendo los cabellos. Daniel permanecía prisionero en la Torre de los Deseos Olvidados y esa era la mayor maldición que podía recaer sobre cualquier ser. Humano o divino.
Cuenta la leyenda que cuando alguien que nos ama profundamente desea que se cumpla para nosotros algo con tanta intensidad que daría su vida a cambio de que sucediera, en realidad nos está condenando a vivir encerrados en la Torre de los Deseos Olvidados. Eso es lo que involuntariamente consiguió Manuela, la madre del joven, desde el mismo día en que éste nació. Manuela era una hermosa campesina enamorada de un pobre granjero. Con humildad y paciencia vivían su amor fruto del cual nació Daniel. El dueño de las tierras que trabajaban, un viejo tan rico como nauseabundo, se encaprichó de la belleza de la joven y ante sus constantes rechazos, vio como solución a sus anhelos asesinar al esposo suponiendo que la joven viuda con el bebé en sus brazos, sola y desamparada caería rendida a sus pies. Sin embargo, Manuela, prefirió huir al bosque con su retoño y sobrevivir allí junto a los osos y las ardillas, antes que ceder a las presiones del viejo desalmado y asesino de su amor. Los veranos sucedieron a las primaveras y éstas llegaron para iluminar los inviernos que a su vez habían congelado los otoños. El pequeño tenía ya siete años y la joven madre vivía angustiada por el futuro de su vástago. Proyectó en él su vida entera. Sus sueños de venganza, de justicia, de una vida mejor, eran los únicos temas de conversación entre ambos. Era una obsesión enfermiza que mantenía al mismo tiempo a Manuela con vida, pero aislada de la realidad. Sumida tan sólo en el oscuro deseo que que su hijo consiguiera todo aquello que la vida y la maldad de algunas personas les habían negado a su esposo y ella. Tan grande era su fijación, que sin quererlo, sin pensarlo, sin ser consciente de en qué momento sucedió, condenó a su hijo a vivir en la Torre de los Deseos Olvidados, que es donde quedan encerrados para toda la eternidad aquellos seres que alienados por los sueños ajenos, viven sus vidas a través de otros ojos, acumulan experiencias que no son las suyas, se frustran por desgracias ajenas y saborean venganzas que ni tan siquiera saben a satisfacción. Y es que Manuela, como tantos otros, olvidó en su lucha por la supervivencia, que dos personas bajo las mismas circunstancias, en el mismo punto del espacio y el tiempo, buscan soluciones diferentes a un mismo problema. Y presa del amor emponzoñado por el amargo regusto de la venganza, destruyó a quien se había convertido en su razón para existir confinándolo a vivir eternamente mirando el futuro tal y como ella lo había dibujado, como si de un cuadro al óleo se tratara.
Fotografía: Edurne Iza Panorámica de Heidelberg, Alemania
Texto: Onintza Otamendi Iza
Puedes descargarte esta fotografía libremente. La única restricción es su venta y/o el uso lucrativo de la misma. No olvides que toda obra pertenece a su autor, haz un buen uso de ella.