El cielo amenazaba con derramar más lluvia sobre la ya caída los días
anteriores. Paseaba despacio, con el paso lento del que arrastra una carga
pesada. Los expertos dicen que tan sólo utilizamos un diez por ciento de
nuestro cerebro y por el contrario, el mío, parecía rebosar información, como
un disco duro a punto de explotar.
Una alarma sonaba en mi interior, demasiadas batallas libradas en el mismo
campo, balas perdidas, brazos cortados, piernas amputadas, luces rojas, sirenas…
¡Peligro!. Sin embargo, todos a mi alrededor sonreían con dulzura y me prodigaban
esas odiosas miradas benevolentes, dando por hecho que los fuertes siempre
ganan. Que yo era fuerte y por tanto nada suponía un problema para mí, para
acto seguido pasar a hablarme de sus vidas miserables y cargadas de vicisitudes
que por su debilidad como seres humanos no conseguían gestionar. “Si yo fuera
tan fuerte como tu…” terminaban diciendo. Si supieran cuánto había llegado a
aborrecer esa frase. Un tremendo improperio estaba a punto de salir por mi boca
cuando reparé en un árbol justo delante
de mí. En realidad eran dos árboles. El real y su reflejo en una balsa de agua.
Tan cotidiana visión me hizo reflexionar. El primero, alto, erguido,
robusto, preparado para soportar cualquier inclemencia, retando impasible a
cielo y mar. El segundo, tan frágil como cualquier proyección de uno mismo,
dispuesto a romperse por unas gotas de lluvia o un paso despistado en mitad del
charco. No sé cuánto tiempo permanecí absorto en mis propios pensamientos.
Mirando el árbol, el charco y el mar. Luego el charco, el mar y el árbol. En
realidad, me estaba viendo a mí mismo… Y mi reflejo.
El cielo se abrió por la mitad bajo el filo de un rayo y en pocos segundos
comenzó a descargar millones de furiosas gotas de agua. El charco se convirtió
en un amasijo de diminutas explosiones acuosas y entonces comprendí que
estábamos solos. El árbol y yo.
Fotografía: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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