La Foto de la semana 20-10-2013: "El corazón mágico"


Anelisa era una chica muy hermosa. La más bella de cuantas jóvenes casaderas habitaban en el reino. La muchacha vivía feliz y ajena a los planes de Edgar, su padre. Edgar había sido uno de los nobles de mejor posición y nombre de cuantos habitaban aquellas tierras, pero su afición a la bebida y a las apuestas le habían llevado al borde de la miseria. Tan sólo conservaba el título que preservaba su buen nombre y el de su pequeña. Por eso, le urgía organizar una boda conveniente lo antes posible para evitar su quiebra económica. Era consciente de que su hija estaba enamorada de un plebeyo. El hijo del herrero. 
Aprovechaban cualquier instante para estar juntos, pasear de la mano y dedicarse dulces miradas. Una tarde, se acercaron a la playa y grabaron un corazón en un árbol que miraba melancólico hacia la inmensidad del océano. Era un dibujo sencillo, tan sólo un  contorno negro. Satisfechos y cómplices sellaron el momento con un beso. 

Pasaron un par de semanas en que cada tarde los enamorados se encontraban furtivamente junto al árbol. Observaron con asombro que poco a poco, el corazón se iba tornando de un color rojo que cada tarde era un poco más intenso. Era su secreto de amor y disfrutaban de aquella mágica transformación mientras planeaban cómo y cuándo compartirían su felicidad con sus familias. Imaginaban su casa, su futuro juntos... Soñaban con una vida que aún no sabían que nunca llegaría.

Era sábado y el padre de Anelisa llevaba muchos días callado y ausente. Por fin rompió su silencio y durante el desayuno, anunció a su desconcertada hija que al día siguiente contraería matrimonio con el Conde de FiloAgudo. La joven tuvo que sentarse para no desmayarse. A sus ojos, el conde debía tener más de cien años y era conocido por su afición a los cuchillos. Vivía rodeado de ellos, colocados en las paredes, afilados y amenazantes. 

Anelisa suplicó, lloró y rogó a su padre que anulara la boda, le prometió trabajar para garantizar una buena vida para ambos... Nada le hizo cambiar de opinión. Se trataba de un acuerdo muy suculento que aseguraría su bienestar hasta el fin de sus días y no pensaba dejar escapar esa oportunidad. Terminarás por cogerle cariño, ya lo verás.

En un último intento por ablandar la voluntad de su progenitor, Anelisa confesó su amor por el herrero e intentando urdir un plan para escapar con él solicitó el último deseo de despedirse de su amado y ser ella la que le explicara la situación en persona. Edgar olfateó el peligro y encerró a su hija en su habitación junto a su ama. "Encárgate de que esté hermosa para la ceremonia de mañana." Cerró la puerta con violencia y giró dos vueltas la llave en el interior de la cerradura.

La muchacha no podía creer que no hubiera opciones. Tenía que haber una salida. Intentó convencer a su ama de que le dejara escapar y tras horas de llanto y desesperación, tan sólo consiguió que la vieja doncella aceptara entregar una nota de despedida de su puño y letra al herrero. 

A la mañana siguiente todo estaba listo para la ceremonia. Camino a la iglesia, el ama se escabulló entre la muchedumbre que aclamaba la belleza de la novia y cuchicheaba acerca del espanto que la joven sufriría junto a FiloAgudo durante la noche de bodas. El casamiento apenas duró unos minutos, no hubo celebración ni convite posterior. Edgar tenía prisa por disfrutar de su recompensa, que según el acuerdo no recibiría hasta después de la noche de bodas y FiloAgudo por quedarse a solas con su nueva esposa. 

El herrero destrozado por la desgarradora carta de despedida, corrió a refugiarse a su escondite secreto, junto al árbol testigo de su amor. Pensando tan sólo en cómo rescatar a su amada de las garras de FiloAgudo. 

Anelisa entraba en ese momento en el que iba a ser su nuevo hogar. Los cuchillos, espadas, floretes, hachas... eran la exclusiva decoración de las paredes. La muchacha se giró con agilidad tomó una de las dagas expuestas y se atravesó el corazón al tiempo que pronunciaba el nombre de su amado.

A la orilla del mar, el corazón grabado en el árbol, más rojo que nunca, dibujó dos hilos de sangre que descendían por el tronco. 

En ese instante, él supo que era demasiado tarde. 



Fotografía: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza

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