Ahora tenía tiempo para pensar. Nunca antes había experimentado esa sensación de regularidad, monotonía y ausencia de prisa. Si trataba de hacer balance de su vida, ésta, se presentaba ante su memoria como una vertiginosa consecución de imágenes inconexas. De decisiones no meditadas que desembocaban en grandes errores de consecuencias irremediables. Una carrera por la supervivencia en la que la principal regla era la falta de ellas. En la que al podio subían los malos y la medalla era poder abrir los ojos una mañana más. No había perdedores, porque en el barrio marginal donde creció, nadie daba segundas oportunidades. Perder era recibir un navajazo o aparecer en un callejón con una jeringa vertiendo veneno adictivo en las venas. Un error se pagaba con una bala entre los ojos. Ser bueno era ser más rápido, no conocer la piedad, el perdón, ni la vacilación.
Ahora tenía tiempo para pensar y recordó que siendo muy niño le gustaba ir al colegio. Su madre le animaba a estudiar. "Algún día serás un hombre de provecho", le decía. Pero a él le costaba concentrarse durante las lecciones de la señorita Inmaculada. Él siempre tenía prisa. Por volver a casa antes que su padre, por colocarse delante de su mamá para evitar que los golpes volvieran a destrozar su joven rostro envejecido antes de tiempo. Prisa por esconder las botellas medio vacías. Y sin embargo cada mañana, él intentaba estudiar y convertirse en ese hombre con el que su madre soñaba. Pero seguía sin concentrarse, hasta que descubrió que el alma de la profesora no era tan inmaculado como su nombre. Fue el día en que por no prestar atención durante la clase, le dijo "¡Tú sólo podrás ser yonki o ladrón, abandona el aula!". Salió a la carrera de la clase y se apresuró a refugiarse en los brazos de la única persona que sabría consolarle. Entró en la cocina. Vio a su padre, tambaleándose con una botella rota en la mano derecha. Había sangre por todas partes y su madre agonizaba en un charco rojo de líquido viscoso.
-¡Mamá! -gritó al tiempo que la abrazaba horrorizado-
Se giró para increpar al asesino que un día contribuyera a crear su vida y que ahora le arrancaba lo más importante de ella, pero ya no estaba. No volvió a verle nunca. Permaneció sentado junto a ella mucho después de que el aire abandonara sus pulmones. Le acariciaba el pelo, pegoteado de sangre. Besaba sus ojos enneblinados de muerte. Tomaba su mano inerte en la suya y la miraba. Quería recordar su rostro. Le aterraba olvidar sus facciones. Entró la policía, luego los camilleros y al fin los servicios sociales. La colocaron en el interior de una bolsa enorme y cerraron una cremallera que impidió que pudiera verla de nuevo. Tenía ocho años y ese día el reloj se detuvo en su corazón. Comenzó a caminar al filo del abismo. Desfiló por centros de menores y casas de acogida. Robó gasolineras, pequeños supermercados, vendió pastillas de colores en las puertas de las discotecas. Limpió la sangre de su navaja, tras ver caer a muchos osados que intentaron demostrar quién era más fuerte. Luego llegaron los coches, las pistolas y más muerte. Noche, oscuridad y callejones. Prisa, mucha prisa por vivir. Sin pensar en que eso, sólo acelera la muerte.
Una madrugada de octubre, dejó de correr. Entró en un bar, que aún tenía luz dentro. Quería un café. Desde la cocina oyó un golpe seco. Un alarido, seguido de pasos bruscos. Un hombre ebrio salió a la carrera con las manos manchadas de sangre y los bolsillos rebosando billetes de veinte Euros. Entró en la cocina y la encontró tirada en el suelo. Le tendía la mano pidiendo ayuda. Aquella mujer, en su recuerdo, tenía el rostro de su madre. Quiso ayudarla, sacó el puñal de su pecho y la sangre manó como un rió de muerte. Ella asió su mano. Su cuerpo se contrajo y expiró un velado "Gracias". Esta vez la policía tardó menos. Sus huellas estaban por todas partes y las evidencias claras. No hubo duda en cuanto al veredicto. El reloj volvió a ponerse en marcha la primera mañana que despertó en la celda 145 del pabellón de presos comunes. Desde su cama podía ver al hombrecillo que ocupaba la otra litera. Viejo, regordete y con unas gafas descoloridas que resbalaban hasta la punta de su nariz. Los primeros días sólo se observaban. El anciano leía a todas horas, libros grandes y pequeños, con dibujos y sin ellos. Cuando pasados unos días, ambos descubrieron que la intención del otro era pasar por aquel trance del modo más cómodo posible, llegaron a mantener largas conversaciones. Intrascendentes al principio y vitales después. Una mañana, tras el desayuno, el viejo le entregó un paquete envuelto en papel de periódico. Le abrazó emocionado y desapareció por el pasillo mientras decía:
- ¡Soy libre! ¡Ha llegado el día! ¡Ábrelo cuando me haya ido!
Aquella tarde se sintió muy solo. Rompió el envoltorio y descubrió un libro con las tapas encuadernadas en piel de color negro. El filo de cada hoja estaba pintado de rojo, lo cual le daba un aspecto de libro importante, sagrado. Lo abrió por la primera página y había una dedicatoria manuscrita "Lee, estudia, se un hombre de provecho. Tu corazón es bueno y hay algo inmaculado en el fondo de tu alma. Llena estas hojas con la historia de tu vida y encuentra tu perdón. Yo ya lo hice".
Salió a caminar durante la hora de patio, portando el libro en su mano derecha y a cada paso escuchó el tic tac del reloj de su nueva vida.
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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