Las primeras reseñas históricas sobre alumbrado público, se remontan a la Mesopotamia de los años 7.000-8.000 a.c. Desde que el ser humano aprendió como controlar el fuego, uno de sus principales usos, fue la iluminación. Al principio fueron simples antorchas, que acompañaban a las personas en su caminar o les permitían dar luz a sus entornos de trabajo o vida cotidiana. A medida que las estructuras sociales evolucionaron, se crearon poblados, en los que además de viviendas, comenzaron a aparecer espacios públicos de uso comunitario y la iluminación permanente de esas zonas, se convirtió en una necesidad. Los sistemas basados en sencillas teas, pronto fueron insuficientes, por su fragilidad y poca duración. Fueron sustituidos por mechas sumergidas en recipientes de terracota, que contenían aceites y permitían mantener la luz encendida, durante más tiempo. Descubrimientos arqueológicos en Egipto y Persia, indican, que ya hacia el 2.700 a.c. las lámparas se elaboraban con cobre y bronce. Francia se colocó a la cabeza de este servicio público, con sus ordenanzas sobre alumbrado municipal, allá por el siglo XVI. Inicialmente, la responsabilidad recaía sobre los ciudadanos, que estaban obligados a colocar a la entrada de sus viviendas, una luz. Un siglo después, se creó un cuerpo de vigilancia nocturna, encargado de encender, apagar y mantener la iluminación de las calles, añadiendo además, faroles en cada esquina y en las plazas y lugares comunes. Fue en el siglo XIX, cuando se introdujo la utilización de reflectores, para mejorar la calidad e intensidad de la luz y además se introdujo el gas, como combustible para los postes, en pueblos y ciudades. Los faroleros, siguieron siendo necesarios durante los primeros años de vida de los dispositivos a gas, pero más adelante comenzaron a utilizarse sistemas de encendido automático, que prendían la llama, cuando se permitía el paso del gas. La revolución eléctrica, alcanzó el mundo de la iluminación a finales del siglo XIX. Se trataba de las lámparas de arco eléctrico, que utilizaban electrodos de carbón y empleaban corriente alterna que permitía que dichos electrodos, ardieran de forma regular. Fueron instaladas por primera vez, en la década de 1.880, para iluminar los Grand Magasins de Louvre en París y se les denominó velas de Yablochkov, como homenaje a su creador. La elevada emisión de calor, la corta vida de los electrodos y la necesidad de un constante servicio de mantenimiento, hizo que los electrodos de carbón, fueran sustituidos con relativa rapidez, por lámparas incandescentes, baratas, brillantes y fiables. Sucesivamente, se utilizaron en el alumbrado público, lámparas fluorescentes, de vapor de mercurio, de vapor de sodio... En la actualidad, los sistemas de iluminación por LED se imponen por eficiencia lumínica y térmica, aunque aún no existe consenso en cuanto a su empleo a nivel europeo.
Lo que sí podemos atesorar, es que el alumbrado de calles y ciudades tal y como lo conocemos hoy en día, nunca hubiera sido posible, sin las aportaciones de personas como Laudati Carraffe, Le Reynie, Sartines, Frederick Albert Winsor, Philippe Lebon, Pavel Yablochkov, Friederich von Hefner-Alteneck y tantos otros, que de forma anónima, contribuyeron a dar luz a nuestras vidas.
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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