Después de tantos días en alta mar, los marineros se dejaban arrastrar por los deseos de tomar contacto con la civilización. Como atraídos por un desconocido magnetismo, normalmente terminaban consolando sus corazones solitarios, en algún tugurio cercano al puerto, donde cantaban, jugaban a cartas y bebían, hasta que sus cuerpos desfallecían o el mesonero decidía cerrar el local. Aquel día, no podía ser la excepción. Habían pasado más de cuarenta jornadas a bordo de su viejo cascarón y sus gaznates necesitaban lubricarse, con una buena dosis de ron moreno. Nerviosos como colegiales en su primer día de clase, emplearon buena parte de la tarde, en planchar ropas y abrillantar zapatos. Sabían que un uniforme bien lustroso, era un imán infalible, para llamar la atención de las jovenzuelas, dispuestas a pasar una noche de juerga con ellos. Sin embargo, lejos estaban de imaginar que aquella noche, regresarían al barco con una compañía bien distinta. La primera parte de la velada, transcurrió sin sorpresas. Un plato de estofado de ternera, pan casero, embutidos... Todo regado, con buen vino de la región. Cuando todos hubieron saciado su apetito, comenzaron los corros, los chascarrillos, bravuconadas y apuestas. El afán desmesurado por demostrar su hombría, parecía llevarles, por un irremisible camino sin retorno. Las botellas de alcohol, comenzaron a circular y el regordete tabernero, se frotaba las manos calculando las ganancias de la noche. Bravatas aparte, todo transcurrió dentro de la más monótona rutina. Conatos de trifulca, por ser acusado de hacer trampas jugando al póker, pequeñas contusiones, al golpearse contra una mesa o un banco, por haber bebido demasiado, gargantas roncas de cantar, fumar y beber... Nada sorprendente.
Un par de jóvenes marineros, tuvieron varias manos afortunadas a las cartas y cuando vaciaron la tercera botella de aguardiente, decidieron abandonar el local y recolectar las ganancias de la fructífera noche. Apoyados el uno en el otro, tambaleantes y con la ropa destartalada, comenzaron a recorrer los callejones adoquinados, que serpenteantes conducían hasta los muelles. De pronto el brillo de una afilada navaja, deslumbró a uno de los marinos, que dijo arrastrando la lengua:
-¿Quién anda ahí?
- ¡Entregadme vuestra bolsa y no os sucederá nada!
- ¡Ni lo sueñes, estúpido ladronzuelo!
En ese momento, el asaltante, se abalanzó hacia los dos hombres, sabedor de que sus lentos reflejos, los convertían en una presa fácil. Derribó a uno de ellos y tenía casi inmovilizado al otro, cuando de entre las sombras, surgió una figura animal, que saltó sobre el ladrón propinándole un enorme mordisco en el cuello. Era un perro, de color canela, con los ojos pardos e inteligentes. El bandido, huyó maltrecho, taponando con fuerza la herida con su mano derecha y dejando una fina estela de sangre en su carrera. El can, lamió las mejillas de los dos marineros, que agradecidos, lo abrazaron y acariciaron con efusividad.
- ¡Nos has salvado la bolsa y la vida, pequeño!
- ¡Te llamaremos Rufo! ¿te vienes con nosotros?
Con gesto de comprender a la perfección lo que sus nuevos amigos le decían, los acompañó con paso lento hasta el barco. Cuando llegaron, estaba amaneciendo, subieron la escala y se toparon con el capitán.
-¡Vaya! ¿tenemos un nuevo tripulante?
- Se llama Rufo, capitán, y esta noche, hemos vuelto a nacer gracias a sus dientes afilados y su sentido de la protección. Creemos, que sería un buen guardián para el buque
- ¡Que así sea! ¡Bienvenido Rufo!
A la caída del sol, zarparon con nuevas órdenes y un "tripulante" más. Rufo.
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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