Regresé a la posada, con una inmensa sensación de triunfo. Sabía que no sería fácil dejar de lado mis modales de señorita de buena cuna y las ropas femeninas, pero aquella oportunidad, me llenaba de esperanza.
Por la mañana, liquidé el importe correspondiente a mi estancia, recogí mis limitadas pertenencias y desaparecí, sin dejar el menor rastro. Emprendí el camino de una pequeña colina que rodeaba la aldea. Poco tiempo después, me encontraba en lo alto de una loma, disfrutando de una espectacular panorámica del pueblo. Desde allí, divisaba perfectamente, la estrecha bahía que alojaba el puerto, donde un par de buques estaban entrando en ese preciso momento. Las murallas que rodeaban y protegían la diminuta urbe y la torre de la iglesia, resaltaban sobre el resto de la modesta arquitectura. Por el camino había parado para comprar una camisa y un jubón, adecuados a las escasas posibilidades de un aprendiz huérfano, unos zapatos masculinos, un espejo pequeño y una navaja bien afilada. Coloqué ordenadamente mis nuevas propiedades a los pies de un frondoso árbol y comencé por el cabello. Con gran dificultad, me deshice de la larga melena rojiza y ensortijada, que solía llevar recogida en una trenza y con ayuda del espejo, fui dando forma a los enormes tirabuzones, hasta convertirlo en un peinado apropiado para un mozalbete. Después, extraje las enaguas de debajo de mi vestido y las convertí en largas y estrechas tiras de tela blanca, que utilicé para vendar mis pechos y disimular, mis para entonces, evidentes redondeces. Luego me enfundé en cada una de las prendas de ropa cuidadosamente. Me resultaba extraño vestir de aquel modo. Realicé un círculo con piedras y en su interior prendí un fuego aprovechando algunas ramas secas. Arrojé los vestidos y prendas femeninas que me quedaban en el hatillo y una vez se hubieron convertido en cenizas, sólo quedaron de mi vida anterior, las tiras de tela que me servirían para ocultar mi condición de mujer.
Me miré unas cuantas veces al espejo, para asegurarme que ningún detalle me delatara, tizné mi rostro de polvo y tierra, para eliminar la blancura y dar un aspecto más rudo a mi expresión y cuando tuve la sensación de estar preparada, emprendí camino hacia el taller de encuadernación. Me recibió el mismo hombre de rostro redondo del día anterior. Pronto descubrí, que se llamaba August Peterson.
- Buenos días, me envía mi hermana, para el puesto de aprendiz. Creo que habló ayer con usted...
- Buenos días muchacho, pasa adentro y siéntate, te pondré un vaso de leche.
- Gracias, pero no debe molestarse por mí.
- No hay discusión. Adelante, te presentaré a mi esposa Margaret. ¡Santo cielo, el parecido con tu hermana es asombroso!
- Sí, la verdad es que todos nos lo dicen y de hecho, por eso mis padres decidieron llamarnos Josephine y Joseph.
- Debes echarlos mucho de menos. Si trabajas bien, Margaret y yo nos encargaremos de que te encuentres como en casa.
Margaret, a quien desde ese mismo momento, llamé señora Margaret. Era muy cariñosa, me mostró mi habitación, me indicó los horarios de las comidas y luego me envió con su esposo August, para comenzar el trabajo.
- Los primeros días me ayudarás en todo lo que yo te indique, barrer, recoger los materiales, acompañarme a comprar... conforme te familiarices con el oficio y compruebe tus aptitudes, te iré enseñando más cosas. Pareces un chico despierto, pero todo a su tiempo. Todo a su tiempo.
- Sí señor August, no le defraudaré.
Y así comenzó una nueva rutina en mi vida. No me resultaba difícil ocultar mis cualidades, bajo las amplias ropas de trabajo. Los Peterson, eran gente honesta. Tenían normas muy estrictas, pero me trataban como a uno más de la familia. Durante las cenas, que eran los momentos en que más disfrutaba, los observaba y charlábamos animosamente. Pasaron dos años, en los que me acostumbré sin dificultades a mi nueva vida, aunque por las noches, cuando el cerebro pierde la consciencia, y se traslada a los confines más remotos del corazón, un sueño se repetía insistentemente. Veía el dulce rostro de mi madre. Me sonreía y besaba mis mejillas, pero luego desaparecía, como si de una nube de humo se tratara. Sin embargo, aquella noche, el sueño no terminó como los demás. Mi madre lloraba, gritaba con desesperación y me pedía ayuda. Me desperté con una terrible angustia y bañada en sudor. Parecía tan real, que no conseguía convencerme a mí misma de que fuera un sueño.
Continuará...
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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