Era verano y caía la tarde sobre el cielo de Barcelona, tiñéndolo de violetas y naranjas. Había decidido dar un paseo por la montaña de Montjuic y caminando distraída, llegué hasta el Museo Nacional de Arte de Catalunya. Contemplé el hermoso edificio y al girarme, descubrí la más bella panorámica de la ciudad, que había visto desde hacía mucho tiempo. Las luces de la urbe ya estaban encendidas y mezcladas con los últimos rayos del sol, proporcionaban una calidez casi mágica. Por un momento olvidé que hacía dos años y un mes que me habían despedido del trabajo y que había consumido el período máximo para cobrar la prestación por desempleo. Dejé de llorar por no saber cómo alimentar a mi familia, cómo pagar las facturas de la luz y el agua. Por no tener nada más que vender, excepto mi adorado parapente. Había practicado con él durante muchos años. Algunos fines de semana, nos reuníamos unos amigos, nos alejábamos un poco de la gran ciudad y nos lanzábamos al vacío desde alguna montaña. Sobrevolábamos valles plagados de viñedos y playas de arenas blancas. Si cierro los ojos aún puedo encontrar, en el fondo de mi corazón, esa indescriptible sensación de libertad. Había salido de casa por la mañana, con la intención de vender mi parapente. Sabía que podían darme algún dinero por él, y con eso quizá pudiera comprar comida para los niños durante un par de semanas. Quizá durante ese tiempo ocurriera alguna cosa que pudiera cambiar mi mala racha. Sin embargo, había paseado todo el día, sin rumbo, resistiéndome a desprenderme de aquel objeto que tan buenos recuerdos me traía. Luchaban en mi interior la practicidad contra el sentimentalismo. De pronto, se me ocurrió una idea descabellada. ¿Y por qué no disfrutarlo una vez más?. Al fin y al cabo, ya era casi de noche y ese día, no podría venderlo. Arrastrada por la emoción, preparé el equipo, verifiqué la dirección y velocidad del viento y subí hasta la zona más elevada del museo. Cuando todo estuvo listo, respiré con profundidad y salté al vacío. Habían pasado apenas unos segundos, cuando noté un brusco cambio de aire y sin poder controlarlo, choque lateralmente con un enorme cartel vertical que anunciaba la exposición del museo. Las sujeciones del cartel quedaron atrapadas entre las cuerdas y el letrero me acompañó el resto del viaje. Pasé por encima de la fuente en el preciso instante en que se iluminaba y el interior del parapente, el cartel y yo misma, quedamos sucesivamente coloreados de azul, amarillo, verde, y rojo. Luego sobrevolé los jardines que decoran el acceso principal a la feria de muestras, pasé entre las dos torres, giré y volví a realizar el recorrido en sentido inverso. Al acercarme de nuevo a la fuente, observé muchas personas arremolinadas señalándome y haciendo fotografías. Pensé que era momento de descender y retirarme, antes de que los curiosos hicieran que la autoridad se fijara en mi. Durante mi bajada, tuve la delicadeza de colocar el cordón del cartel, colgando de la cabeza de una de las estatuas y quedó extendido a lo largo de modo que se leía perfectamente su eslogan: "Hay muchos modos de disfrutar del museo". Doblé con rapidez la tela, la guardé en la mochila que me servía para transportarla y me escabullí en el metro con discreción. Mi situación era igual de desesperada que un par de horas antes y sin embargo, aquella noche dormí plácidamente. El agresivo sonido del despertador, me hizo regresar a la realidad. Aún quedaba algo de café en el armario de la cocina, así que me preparé uno bien cargado. Sonó el timbre de la puerta y encontré en el umbral a dos policías perfectamente uniformados.
- ¿Estaba usted volando con un parapente anoche sobre el Museo Nacional de Arte y la fuente de Montjuic?.
- Esto... Yo...
- Conteste por favor. Si o no.
- Sí, balbuceé.
- Acompáñenos por favor.
El trayecto en el coche patrulla fue interminable. Me sorprendió que no me esposaran y que no me hicieran ningún tipo de preguntas. Llegamos a las puertas del museo y los agentes me hicieron un gesto para que los siguiera. Entramos en una sala majestuosa, rodeados de obras de arte. Aparecieron tres hombres trajeados y una mujer con un elegante vestido camisero de color marrón chocolate. Yo llevaba unos tejanos raídos y una camiseta con una mancha de lejía. Me sentí mal.
- Tome asiento. -Obedecí sin rechistar-.
- ¿Sabe que es la persona más importante del día de hoy y probablemente de los siguientes?
- Lamento mucho los inconvenientes que pueda haber causado. Yo sólo quería despedirme de mi parapente. Voy a venderlo y...
- ¿Despedirse? ¡Paparruchas! - espetó la mujer - Le quedan muchas horas de vuelo. Ha inventado usted el publipenting y queremos tener la exclusividad de esta idea para los próximos veinticinco años.
- Perdone, pero no entiendo...
- Ha salido usted en las televisiones de medio mundo. Ha inventado un modo llamativo y ecológico de invadir las ciudades de publicidad. Fue genial la forma en que sorteó las columnas, pasó por encima de la fuente en el momento de su encendido y coronó la estatua con el cartel y el lema perfectos. Soy la directora de marketing de una empresa alemana del sector textil y quiero que forme parte de nuestro equipo.
- Pero, no es tan sencillo.
- Soy consciente del valor de su idea y el dinero no será un problema. Estoy convencida que llegaremos a un acuerdo.
¡Y por supuesto que lo hicimos!. Han pasado tres años, maravillosos en los que he visto mis cuentas sanearse, mis ahorros crecer, mi familia disfrutar y cubrir mucho más que sus necesidades básicas. ¡Mi vida ha cambiado gracias al publipenting!
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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