La Foto del día: 03-07-2011 "Si mis piedras hablaran II"

Edurne Iza, Si mis piedras hablaran IIEl vomitivo puré, se quedaba empastado entre sus dientes. Le costaba tragarlo y tenía un sabor repugnante, pero era consciente de que necesitaría comer algo para soportar la fría noche. La torre norte, donde se hallaba presa, era circular, con gruesos muros de piedra y un tejado cónico de pizarra. A lo largo del perímetro del torreón, había seis saeteras, o vanos abocinados. Grandes por dentro, pero terminados en pequeñas ranuras verticales hacia el exterior,  que servían para disparar las flechas y ballestas protegidos por la estructura del edificio. Encaramó su tembloroso cuerpecillo a un saliente de la pared y asomó su carita pálida y asustada por una de aquellas aberturas. El cielo nocturno estaba raso, ni una nube, pero salpicado por cientos de estrellas brillantes y coronado por una preciosa luna, cuyo reflejo plateado alumbraba todo el valle. Una lágrima furtiva rodó por su mejilla. La enjugó rápido con su mano, aún pringosa por la pestilente melaza. De pronto, una paloma posó sus extremidades diminutas en la rendija y la pequeña saltó hacia atrás sobresaltada. Observó que en una de sus patas llevaba algo enroscado. Con su corazón latiendo a toda velocidad, liberó el objeto y comprobó que era una especie de canutillo de piel, que contenía una  nota enroscada. La leyó con avidez y cerrando los ojos con un gesto de infinita felicidad, la apretó contra su corazón. Era de su amado. Un joven plebeyo, que vivía al otro lado del río, y al que había conocido en uno de sus largos paseos a caballo. Desde el primer día que se vieron, surgió entre ambos un amor infinito y puro que se esforzaron por ocultar. Eran aún muy jóvenes, así que disfrazaron su cariño de amistad, hasta que pasaran unos años y el momento fuera más propicio. Sin embargo, el destino les había sorprendido con el descabellado pacto del padre de la joven, que estaba dispuesto a vender la felicidad de su hija, a cambio de un acuerdo sustancioso y de reforzar su posición entre los nobles del reino. El duque, era un gordo entrado en años, de cara sebosa y dientes ennegrecidos. Conocido entre los lugareños por su vileza y crueldad. Su primera esposa, otra joven doncella que desposó por la fuerza unos años atrás, había muerto de tristeza y soledad, tras haber traído al mundo siete niños en siete años. Ahora ella estaba destinada a correr una suerte similar, a no ser que el plan del joven vasallo funcionara. Le pidió a la joven que sacara por una de las grietas de la torre, su largo cabello, sujeto en coleta. El muchacho, diestro en las artes de la caza, ataría un cabo terminado en una barra de hierro, a unas boleas, que hábilmente enroscaría en sus cabellos. Ella tendría que recoger el artilugio, izarlo hasta la abertura, desenganchar las boleas, introducir el hierro y colocarlo de forma horizontal, para que hiciera tope en ambos lados de la saetera. Al otro extremo de la soga, el chico había preparado un carro cargado de heno fresco y tirado por cuatro musculosos jamelgos, acostumbrados a tirar con fuerza en las labores del campo. "¡Ahora!", les gritó dando un golpe con las riendas en sus lustrosos lomos. Los animales salieron al galope hasta que la barra hizo tope en la pared de piedra y rebotaron hacia atrás, con un relincho de dolor que retumbó en el silencio de la noche. Sin darse por vencido, repitió la operación hasta cinco veces. En el último intento, los caballos rechinaron sus dientes por el esfuerzo, pero lo consiguieron. Un enorme fragmento de roca salió despedido, dejando un agujero en la pared de la torre, que permitía que la prisionera pudiera saltar. Acercó el carro a los pies de la atalaya e hizo un desesperado gesto a la joven. Ahora o nunca, vida o muerte, pensó ella y cerrando los ojos, se precipitó al vacío. Su cuerpo cayó perfecto entre el mullido heno, en el preciso instante en que los percherones, iniciaban su carrera animados por los gritos de "¡arre!". El estruendo había alertado a los vigilantes del castillo, que desde la muralla comenzaron a lanzar flechas a los fugitivos.
-¡Basta, insensatos! bramó el padre. Muerta no vale nada. Hay que capturarla sana y salva. Con su amante podéis hacer lo que os plazca.
La brisa gélida de la madrugada golpeaba sus mejillas y dejaba casi insensible su enrojecida nariz, sin embargo, jamás había notado una sensación de libertad tan intensa. Sentada sobre el aromático heno, cruzó sus ojos con los del joven, que en medio de la vertiginosa carrera le dedicó una fugaz y dulce mirada, para comprobar que se encontraba bien. El plan había funcionado. Ahora, debían alejarse tanto como fuera posible y asegurarse de esconderse para no ser encontrados nunca. En aquel preciso instante, la pequeña, abrió los ojos y vio a su profesora, que con gesto extrañado le decía,
- ¿Estás bien?. Te has quedado rezagada del grupo. No has escuchado la última parte de la historia y no pienso repetirla para ti. Pide los apuntes a alguno de tus compañeros y recuerda que mañana, debéis presentar una redacción de tres folios, inspirada en la excursión de hoy. ¡Y no quiero excusas!.
- ¿Tres folios?
- Sí, tres y no aceptaré que los rellenes haciendo una letra más grande de lo normal.
Sonriente, se unió al grupo, pensando que podría escribir incluso diez folios, contando la historia de la doncella. Al salir, le pareció escuchar un susurro que salía de lo más profundo del castillo y le decía "recuerda ser fiel a la verdad, y vuelve pronto, tengo muchas más historias para que vivas y puedas contar. Cuídate pequeña".


Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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