La Foto del día: 26-06-2011 "El chico invisible"

Edurne Iza, El chico invisible

Era muy duro ser invisible. Pasar desapercibido a todo el mundo. No podía evitarlo, pero le hacía sentirse extraordinariamente triste. Vestía con colores neutros que no llamaban la atención. En las fotos siempre salía medio tapado por algún otro compañero. Sus notas no eran ni lo suficientemente buenas, ni tan desastrosamente malas, como para que los profesores le prestaran atención. Caminaba a paso medio, ni rápido ni despacio, con la cabeza un poco inclinada hacia abajo. Su mirada no se cruzaba con la de nadie. No utilizaba colonia que pudiera delatar que había pasado por allí. Llevaba pantalones vaqueros, como la mayoría y calzado deportivo. Cuando acababan las clases, se marchaba sigiloso y no lo echaban en falta. Formaba parte del grupo, hasta el punto de no llamar la atención, pero no lo bastante, como para que los demás se percataran de si aún estaba con ellos. La frustración crecía en su interior. Luego pasó a ser rabia. Contra todo, contra todos. Les odiaba por no darse cuenta de que estaba ahí. Pero no era capaz de poner de su parte para evitarlo. Podía haber intentado relacionarse, hacer amigos, practicar algún deporte, apuntarse al grupo de teatro... Sin embargo, se refugió en su invisibilidad, culpando a su entorno, infringiendo las normas. Al principio, probó con pequeños hurtos. El día que robó el equipo de música portátil, de la sala de profesores, lo sacó en una bolsa de plástico. Al salir de la habitación, se cruzó con la jefa de estudios y ni siquiera le vio. Observó el revuelo desde el recodo de un pasillo. Nunca descubrieron al culpable. Desde entonces, colocaron una cerradura de seguridad con clave, en la entrada de las salas principales del colegio. Aquellas en las que se guardaba determinado material de valor. Las medidas anti robo no hacían más que motivarle. Un día, se agachó a atarse los cordones de las zapatillas, mientras uno de los profesores introducía la clave. 12342011, estúpidos. Ya tenía su maldita contraseña. Nuevos robos siguieron al primero. Sólo pretendía llamar la atención. En el otro grupo de su mismo curso, había una chica que le gustaba mucho. Era simpática, muy guapa y siempre iba rodeada de amigas. Los chicos la miraban y ella sonreía segura de sus encantos. A veces se cruzaban por los pasillos, pero ella nunca le veía, por supuesto. Aquella mañana, él decidió romper su norma, a la salida de clase se encontró de cara con la muchacha, le miró de soslayo y dijo, "Hola, soy de la clase en enfrente". Ella le miró con curiosidad, de arriba a abajo y respondió un escueto "mmm". Una amiga le cogió del brazo y se la llevó mientras le preguntaba "¿quién es ese?", "será nuevo, no le había visto en mi vida", respondió despreocupada. Era lo más humillante que le había ocurrido desde hacía tiempo. Había ido al mismo colegio desde parvulitos, igual que ella. Habían comido en la misma sala, salido de excursión en el mismo autocar. Celebrado la fiesta de fin de curso, de carnaval, la función de Navidad, y ni siquiera le recordaba. "Será nuevo, será nuevo" martilleaba en su cabeza una y otra vez. Estúpida pensó. 
Esa tarde al salir de clase, se cruzó con un perro abandonado. Se le acercó, le olisqueó los pantalones y comenzó a lamerle las manos. La sensación fue muy extraña. Un ser vivo se fijaba en él, le prestaba atención, le daba cariño. Se sentó en la acera y estuvieron jugando un buen rato. Le tiraba un palo y el animal corría en su busca y lo dejaba a sus pies para que el juego comenzara otra vez. Le regaló su merienda, a la que el can no hizo asco alguno, y se fue a casa. A la mañana siguiente, al salir del portal, lo primero que hizo fue buscar con la mirada a su nuevo amigo, mejor dicho, a su único amigo. Allí estaba, esperando fiel a que el chico le regalara una caricia, otra tanda de juegos y tal vez, un trozo de bocadillo. Los días pasaban y la relación se consolidaba. Finalmente, adoptó y bautizó a "Sombra", apropiado nombre para el perro del chico invisible. Eran inseparables. Al llegar a las inmediaciones de la escuela, volvió a encontrarse con ella. Esta vez no la miró, no le dijo nada y sin embargo, ocurrió algo extraordinario.
- ¡Hola guapo!, dijo la chica con dulzura acercando su mano al hocico de Sombra.
- Se llama Sombra
- Sombra, qué nombre tan bonito. Espera, ¿tu eres el chico nuevo verdad? el de la clase de enfrente. Mi nombre es Luna.
- Luna... suena bien, yo soy Tomás, dijo disimulando, ¡por supuesto que sabía que se llamaba Luna!.
- ¿Vives por aquí?
- Sí, dos calles más abajo en esa dirección, contestó señalando con la mano.
- ¡Vaya! yo vivo un poco más allá, podemos quedar a la salida y hacemos el trayecto juntos, si quieres.
- Claro, te esperaré por aquí sobre las cinco. Un ladrido le hizo rectificar, bueno, te esperaremos, ja ja ja.
- ¡Genial!, nos vemos luego.
La muchacha entró en el recinto escolar, mientras él se agachaba a acariciar al perrito. Caray, Sombra, ¿ha sido así de sencillo todo el tiempo?, ¿tan sólo se trataba de intentarlo?. ¡Buf, buf!, respondió Sombra, regalándole un  lametón que le recorrió toda la mejilla.
A veces, necesitamos que suceda algo que nos ayude a sacar el ser humano que llevamos dentro. En ocasiones, deseamos sentirnos útiles, cuidar de alguien. Percibir que ocupamos un pedacito de algún corazón.  Los animales conservan instintos, que los humanos hace tiempo perdimos. A Sombra no le hicieron falta palabras, para comprender que con un pequeño empujón, Tomás se abriría al mundo. Luna sólo necesitó un saludo y un ladrido, para descubrir a Tomás. Ese día, gracias a Sombra y a Luna, desapareció para siempre, el chico invisible.



Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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