Caía la noche. El sol, en su despedida de este día teñía el cielo de un tono entre naranja, rosa y morado. La temperatura era ideal para salir a cubierta, disfrutar de un cóctel y mirar como el horizonte se iba apagando poco a poco. Los últimos bañistas, hacía ya un rato que habían abandonado, las ahora tranquilas aguas de la piscina de a bordo. En la discoteca, a popa, ya se escuchaban las primeras notas de lo que auguraba ser una noche llena de diversión, música y fiesta. Charlaban animados, acompañados por el suave murmullo de las aguas chocando contra el casco, cuando de pronto, un espeluznante grito, cortó el momento. ¡Hombre al agua!. El desconcierto era general. Los pasajeros se abalanzaron sobre la regala, intentando vislumbrar en la oscuridad de las aguas la silueta de alguna persona flotando o quizá luchando por mantenerse a flote. El barco redujo la marcha, comenzó a dibujar círculos sobre sí mismo, intentando encontrar el cuerpo perdido. Al cabo de unos interminables minutos, se escuchó un gran revuelo a proa. Los marineros estaban descendiendo por la amura de babor. Efectivamente, poco después izaban sobre cubierta el cuerpo inerte de un hombre. De unos cincuenta años, con atuendo informal. Bermudas, chancletas y una camisa de flores un tanto chillonas. Los que estaban más cerca en ese momento pudieron distinguir perfectamente un cuchillo clavado en su pecho que sujetaba un papel ensangrentado y medio deshecho por el agua. Entre la sangre y la tinta medio borrada, podía aún leerse "Asesino". El capitán tomó medidas de inmediato. Registraron el cuerpo, por la documentación, sin duda era uno de los pasajeros. Estaban a varias horas de tierra y el cuerpo aún estaba templado. Sin duda el asesino estaba a bordo. Debían interrogar a cada pasajero. Descubrir al culpable e intentar evitar que cundiera el pánico. Por megafonía, convocaron a todos en el salón principal. Preparado para grandes fiestas, era el único lugar del navío donde podrían congregarse, con un mínimo de comodidad los 1.200 pasajeros y la tripulación. Todos estaban bajo sospecha. No permitieron a nadie pasar por sus camarotes. De ese modo, el capitán pudo nombrar un grupo de hombres de su entera confianza y registrar todas las cabinas en busca de una pista razonable. Nada. Todo era normal. Vestidos de fiesta, souvenirs, cremas solares, bañadores... nada que apuntara hacia un asesino. Mientras tanto el cuerpo fue trasladado a la enfermería y el médico de a bordo le realizó una primera inspección. No había huellas, pero pudo determinar que el cuchillo no provocó su muerte. Ya estaba muerto cuando se lo clavaron. Por tanto, el asesino levantó el cuerpo para poder lanzarlo por la borda. Un peculiar tono liliáceo en la cuenca de sus ojos, delataba la utilización de algún tipo de veneno. Los venenos son armas femeninas, pero eso con concordaba con la fuerza necesaria para izar al hombre, bastante corpulento, por encima de la barandilla. El capitán investigó si el hombre viajaba solo. Habían embarcado en la última escala, él y sus tres hijas. El capitán decidió interrogarlas de un modo discreto. Desconsoladas, la viuda y las huérfanas, no paraban de sollozar. ¿Por qué?, ¿Por qué?, repetían sin cesar. Al capitán le pareció poco probable, que aquellas dulces féminas hubieran podido cometer el sórdido crimen. Cuando estaba a punto de dejarlas marchar, reparó en una pequeña mancha roja, en el vestido de la hija menor.
- Un segundo, ¿qué es esa mancha?
- ¡Oh!, una gota de sangre, me he caído en cubierta esta tarde.
- Ya veo, y ¿dónde te has herido? no puedo ver ningún rasguño sobre tu piel.
- Yo... esto...
- ¡Déjela!, ¿no ve que ya ha sufrido bastante por hoy?, espetó una de sus hermanas.
- Te dije que esto no saldría bien, ¡Te lo dije!, perdió los nervios la más joven.
- ¡Silencio!, bramó el capitán. Creo que nos espera una larga noche.
Tras un largo y penoso interrogatorio, el capitán logró una confesión en toda regla. La madre se había casado por cuarta vez, después de enviudar en tres ocasiones, con el magnate del petróleo que yacía ahora inerte en la enfermería de a bordo. Esta vez, había envenenado al pobre desdichado. Luego había clavado el puñal con la nota, como mero elemento de despiste, y entre las cuatro, habían lanzado el cuerpo por la borda. No esperaban que uno de los marineros de guardia, viese caer el cuerpo y diera tan pronto la voz de alarma. No pudieron asearse, ni asegurarse de que ninguna huella del crimen, quedaba visible. Su plan hubiera sido esperar hasta la madrugada, e ir personalmente en busca del capitán, para denunciar, conpungidas, la desaparición. Esta vez, el malévolo plan falló.
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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