Cuando era pequeña, en el colegio, había un niño que siempre estaba triste. No hablaba mucho. No reía nunca. Casi no jugaba. Siempre suspendía. Me generaba una gran curiosidad, me llenaba de respeto su gesto cabizbajo y melancólico. Un día al salir de clase, decidí seguirle, para saber algo más de él. Se dirigía a la playa. Arrastraba la mochila con los libros, como si pesara el doble que su cuerpo. Extrajo de su bolsa una botella de cristal, de color verde. Parecía haber estado llena, en algún momento, de alguna clase de alcohol. Llevaba en su interior un papelito enroscado y estaba tapada con un corcho encajado a presión. La lanzó con mucha fuerza, hasta que quedo flotando y jugueteando con las olas. Se sentó en la arena. Muy cerca de la orilla. Mirando al infinito. Las rodillas encajadas entre sus diminutos brazos. Permaneció allí durante bastante tiempo y luego caminó igual de apesadumbrado, hasta su casa. Vivía en una planta baja, con un pequeño patio a ras de calle, rodeado por una desaliñada valla de madera. En el interior se oían gritos. Una voz masculina y ebria, hacía retumbar los cristales. Se acercó hasta la puerta. Esperó unos minutos en el umbral, inmóvil, como si lo siguiente en suceder, fuera parte de un guión cotidiano que conocía a la perfección. Con violencia, se abrió una de las ventanas laterales. Una botella grande, de color verde, igual a la que acababa de lanzar al mar, salió volando y rebotó en uno de los cubos de basura del exterior. El pequeño se acercó a recogerla. La sostuvo en sus manos unos segundos. Sacó de su mochila un trozo de papel, escribió algo, lo enroscó y lo introdujo en el interior del vidrio. La taponó con el corcho y la guardó en la mochila. Con mano temblorosa, introdujo una llave en la cerradura de la puerta y entró en su casa. ¿Dónde estabas haragán?, se escuchó gritar desde el interior. ¡Deja al niño tranquilo!, espetó una voz de mujer. Siguieron golpes, ruido de muebles, de puertas, gritos y sollozos. Voces infantiles y femeninas. Después el silencio. Sobrecogida, regresé a la playa. Necesitaba saber qué ponía en aquel mensaje flotante, que viajaba hacia ningún sitio. No con pocos esfuerzos, rescaté la botella. Desenrosqué la nota. "Papá, no bebas más. A mamá y a mi nos duelen más tus gritos y tu desprecio que tus golpes. Por favor, quiérenos aunque sólo sea un poquito. Ojalá leyeras este mensaje y entendieras que tu violencia, convirtió el amor en miedo y el miedo en odio." Mis lágrimas empaparon la hoja. Lloraba de impotencia. De tristeza, al comprender el motivo de su desolada actitud. De angustia, al descubrir que el mensaje de auxilio de una criatura indefensa, nunca llegaría a su destinatario. Corrí hasta mi casa con desesperación. Le entregué la botella a mi madre y le expliqué mi horrible descubrimiento. "Lucharé para que se haga justicia", me dijo. Esa noche no pude dormir, pero sus palabras me reconfortaron. Sabía que se haría justicia.
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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