Suelo pararme a observar a la gente que camina. A veces recibo una caricia perdida. A veces una patada al grito de "fuera chucho". Recuerdo cuando yo paseaba junto a ellos, siguiendo sus pies. Cuando llegaba a casa y tenía una mullida colchoneta donde dormir y un plato de suculenta comida, al que dirigirme para saciar mi apetito. Las cosas no eran perfectas, sobretodo desde que llegó el nuevo miembro de la familia. Ellos le llamaban el bebé. A partir de ese momento, el cariño que yo recibía, fue evolucionando de forma inversamente proporcional al crecimiento del pequeño. Una mañana, llegó el fin de mi cómoda vida. Subimos al coche, yo estaba contento, porque eso siempre significaba un largo paseo para disfrutar del campo o la playa. Ese día, el trayecto duró más de lo normal. De pronto la puerta se abrió y yo salté emocionado, para descubrir el lugar. Apenas habían mis patas tocado el asfalto, escuché como las puertas se cerraban y el vehículo se alejaba chirriando a toda velocidad. Corrí con todas mis fuerzas. No podía ser que me olvidaran allí. Puse toda mi energía en aguantar el máximo tiempo posible, para no perderles de vista. Se darán cuenta, pararán el vehículo y podré reunirme con ellos, pensaba. Pero al cabo de un par de minutos, apenas podía distinguirles en el horizonte. Caminé sin descanso hasta que oscureció. Tenía miedo, estaba desorientado. Aquella noche hizo mucho frío. Nunca había dormido a la intemperie, desde que me arrancaran del lado de mi madre con apenas unos días de vida. Me acurruqué junto a unos matorrales, sin aún dar crédito a lo sucedido. Entonces, exhausto y hambriento, recordé las últimas palabras que escuché al saltar del automóvil. "Hacemos bien, cariño, no podemos cuidar del niño y de él. Es un perro, seguro que sabe buscarse la vida". Mi instinto y mi olfato, me ayudaron a llegar a una ciudad algunos días después. Al principio caminaba sin descanso, mirando a las caras de la gente. Buscando aquellos rostros que me criaron y mimaron siendo apenas un cachorrito. Nunca entendí qué sucedió. Porqué pasé de ser el juguete de la casa, a un molesto estorbo. La vida en la calle es dura. El otro día encontré a un Yorkshire que me dijo que si te atrapan los de la perrera, te llevan a un lugar lleno de jaulas con muchos perros y que si al cabo de un tiempo ningún humano te ha querido, te ponen una inyección para que desaparezcas y no ocupes espacio. Desde ese día, me alejo cuando les veo con objetos sospechosos en las manos. Ellos nos llaman "el mejor amigo del hombre". Me invade la tristeza al pensar, cuan distinto al suyo, es nuestro concepto de lealtad.
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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