Abrí los ojos con dificultad. Mi cuerpo estaba entumecido. No sabía dónde me encontraba, ni qué hora o día de la semana era. Sólo escuchaba el silbido de la brisa acariciando los árboles y el piar de las aves afanadas en sus quehaceres cotidianos. Durante varios minutos observé las hojas doradas por el otoño. Brillantes, en contraste con el cielo azul. Experimenté una indescriptible sensación de paz, hasta que mis sentidos estuvieron del todo despiertos, y me percaté de que me dolía mucho la espalda. Poco a poco comencé a recordar. Había salido esa mañana de sábado con mi bicicleta, dispuesta a hacer un poco de deporte. Miré a mi alrededor, y descubrí la causante de todos mis males. Una enorme piedra, medio escondida bajo la hojarasca. Emocionada pendiente abajo, solté las manos de los frenos, sin reparar en el pedrusco que acabó con el placentero paseo sobre ruedas. Poco a poco me incorporé y verifiqué con cuidado mis piernas, tobillos, manos, brazos… todo en orden, tan sólo un par de magulladuras. La inspección terminó cuando escuché algo desde la profundidad del bosque. Era como una risita, un cuchicheo. La curiosidad mitigó los dolores y comencé a caminar hacia el sonido. Bajé una pequeña ladera, giré a la derecha, luego a la izquierda, subí una loma… las voces cada vez se oían más cerca. El paisaje había cambiado un poco, ya no era tan idílico, ni me transmitía tranquilidad. Más bien todo lo contrario, había algo de inquietante en todo aquello. El bosque era cada vez más frondoso. Oscuro. Las risas sonaban ya como si estuvieran a mi lado, pero no podía ver nada. Me detuve y asustada pensé que estaba perdida, en medio de aquella interminable arboleda. Tomé aire e intenté calmarme. Me senté sobre un tronco seco y entonces aparecieron. Diminutas personitas que saltaban, jugaban y reían entre la maleza. Eran monísimos, igualitos que los elfos de los cuentos. Uno de ellos descubrió que los observaba. Comenzó a correr gritando “¡peligro, peligro, nos han descubierto!”. Entonces vi como una pequeña masa de seres huía despavorida. Había muchos más de los que en un principio había detectado. “¡Pongamos en marcha el plan de olvido!, ¡Plan de olvido!, ¡Plan de olvido!”… Todo se volvió oscuro a mi alrededor. Cuando abrí los ojos, estaba en una cama de hospital.
- Está usted viva de milagro, estas caídas en bicicleta son realmente peligrosas. Sólo tiene un par de arañazos, nada serio. A ver, ¿qué es lo último que recuerda?
- Hombrecillos verdes corriendo por el bosque, respondí con una sonrisa sarcástica
- Muy bueno, muy bueno. ¿Cuántos dedos hay aquí?
- Tres
- Perfecto, unas horas en observación y podrá irse a casa.
- Pues ha funcionado el plan de olvido, ¿cómo explico yo esto ahora?
- ¿Cómo dice?
- Nada, nada… estoy contenta de no haberme roto ningún hueso.
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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