He tenido una semana especialmente estresante. De esas en las que desde que el despertador suena por la mañana, hasta que el cuerpo vuelve a ponerse en horizontal, pasa una auténtica eternidad. Días que valen por dos, pero cuentan por medio. En los que se tiene la sensación, de que la vida pasa por delante de los ojos y a pesar de no detenerte, de mantener una actividad frenética, no haces nada para ser realmente feliz. Por fin es sábado. Ummm, hoy he dormido bien. Hace sol. Decido dar un largo paseo para relajarme y bajar mis niveles de estrés. El calor es intenso, el verde del campo y el polvo del camino reflejan en mis ojos, entumecidos de tanto ordenador. Las chicharras ponen la banda sonora. De pronto una pequeña lagartija cruza el camino ante mis pies. Preciosa, de un color vivo. Se detiene en el centro, alza un poco la cabeza , juraría que me mira y sale a toda velocidad hacia los arbustos del lateral. Justo en ese momento, casi místico, escucho unos pasos tras de mí, me giro por instinto. Si esto fuese un anuncio de la televisión, sería el instante justo en el que la imagen pasa a reproducirse a cámara muy lenta, co-mo ra-len-ti-za-da. Y allí aparece él, con esos músculos definidos, la piel brillante, absorto en sus pensamientos. Surge de la nada, como un Rambo con pantalones de surfista. Pa-sa a mí la-do. Evidentemente ni me ve. Y allí nos quedamos la lagartija asomada entre las ramas que invaden el camino y yo. El pequeño reptil no lo sé, pero yo no puedo evitar pensar… ¡Vaya tela con la madre naturaleza! Fíjate qué tontería, acabo de eliminar toda la tensión acumulada.
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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