Hace muchos años, un pequeño barco pesquero, naufragó en las costas del Cantábrico. El mar, que nos cautiva con su cara dulce, también nos castiga con toda su furia cuando está enfadado. Uno de los pescadores que desapareció en la profundidad y fiereza de las aguas, dejó en tierra a una bella joven, que lo esperaba para compartir juntos el resto de sus vidas. Cuando amainó el temporal, otros barcos salieron a buscar a los desaparecidos, pero el océano no devuelve a sus presas. Pasaron los días y la búsqueda cesó. Las semanas cayeron del calendario y las esperanzas de volver a verlos, se esfumaron de los corazones de todos los que en tierra, quedaron condenados a aguardarlos para siempre. Sin embargo, la joven no se resignaba a su pérdida, y se pasaba las horas, sentada en el puerto, al borde del mar, esperando el regreso de su amado. Cuenta la leyenda, que un día de tormenta, una ola se compadeció de su tristeza y su soledad y la arrastró hacia el fondo para que pudiera reunirse con él. Siempre que camino por la bahía de la Concha, por ese mágico y espectacular paseo, me acerco al peine del viento y pienso que quizá ellos vivan felices en esas aguas, disfrutando de su felicidad eterna. Imagino a la muchacha sentada en la escultura de acero retorcido, que con sorprendente delicadeza, peina sus cabellos alborotados por el viento. Imagino cuánto hay que amar, para morir por amor. Nuestra Foto del día de hoy, ha sido posible gracias a una de las tres esculturas de Eduardo Chillida, que forman El peine del viento. Obra que el autor finalizó en 1976.
Texto: Onintza Otamendi Iza
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