Después de un largo paseo por el campo, llegué, buscando algún lugar donde comer y reponer fuerzas, a aquel pequeño pueblecito de callejas empedradas. El sonido de mis pasos rebotaba contra las frías paredes, mientras yo avanzaba despistado. Llegué a una plazoleta y encontré una placa metálica con una inscripción, que homenajeaba a aquellos que lucharon desde la resistencia, durante la Segunda Guerra Mundial. No pude evitar dejar volar mi imaginación y evocar aquellos duros años. De pronto, un eco lejano de pisadas en tropel, me heló la sangre. Me quedé quieto, escuchando cómo los pasos sonaban cada vez más cerca, hasta que estuve seguro. Sí, no cabía la menor duda. Eran soldados. Pero, ¿cómo era posible?, estábamos en tiempos de paz. No obstante, el sonido de las botas militares, contra el suelo de piedra, los gritos castrenses y finalmente una ráfaga de ametralladora... La única solución era huir, esconderse de aquél batallón de terror y muerte. Desorientado, recorrí varios callejones, hasta doblar un recodo. Pensé que estaría a salvo, hasta que descubrí que no había salida. Frente a mí, sólo una inmensa pared de piedra. Entonces la vi. Pequeña, delgada, indefensa. La figura de una niña apoyada en aquella pared, cabizbaja y atemorizada, sola, como yo. Los pasos, eran ya carreras y se escuchaban cada vez más cerca. Debían estar a punto de doblar la esquina. En un acto reflejo, apoyé mi espalda contra el muro junto a la pequeña, de ese modo, no estaría solo en mi último suspiro. Cerré los ojos, respiré hondo y durante un par de segundos, sólo pude oír el latir agitado de mi corazón.
Al abrir los ojos, un grupo de chiquillos observaban atónitos, el gesto de terror de mi rostro, mis temblorosas piernas arqueadas y mis manos sudorosas, cerradas contra la piedra. Avergonzado, recompuse el semblante, saqué la cámara de fotos y me hice el despistado, con un escalofrío pasándome aún por la espalda. Los niños siguieron corriendo indiferentes. Llevaban zapatos escolares y se divertían gritando y lanzando tracas y petardos contra el suelo frío y solitario. Ese día entendí lo que significa soñar despierto. Ese día descubrí el poder de la imaginación, el valor de una placa conmemorativa y de una estatua de metal. Ese día comprendí, que no quiero morir solo.
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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