Una figura en la calle es todo cuanto ha quedado de la vendedora de espárragos, pero al menos, es un hermoso modo de mantenerla viva en el recuerdo de las generaciones que lejos quedan ya de lo que fuera su vida. Como su madre y la suya entes que ella, Mariela cultivaba sus tierras. Las cuidaba con esmero y obtenía suculentas cosechas de espárragos, que eran su especialidad. Cuando llegaba la temporada, los recolectaba, limpiaba, seleccionaba por tamaños y calidades y acudía a la plaza del pueblo para vender los frutos de su trabajo. Cuando tuvo la edad suficiente, la menor de sus hijas, Violeta, le acompañaba en todos sus quehaceres, sirviéndole al mismo tiempo de gran ayuda e inestimable compañía. Así pasaban los días, del campo a la plaza y de la plaza a casa. Las manos curtidas y los huesos doloridos, pero la satisfacción del trabajo realizado y los fondos suficientes para afrontar un nuevo invierno, alimentos, ropas, semillas y abono para la nueva cosecha y las reparaciones propias de una casa de campo.
Sin embargo, aquel año fue diferente. La primavera fue lluviosa y más fría de lo normal. La cosecha fue escasa. Incansables acudían a su cita diaria para vender apenas unos puñados de espárragos. Era domingo, estaba nublado y el cielo amenazaba con partirse en dos y dejar caer toda su furia sobre la pequeña aldea. Ajenas a las adversidades climatológicas, prepararon su mesa y colocaron ordenadamente los productos por talla y categoría, como hacían siempre. Las nubes se tornaron negras y la luz desapareció del cielo en apenas unos segundos. Sólo tuvieron tiempo de mirarse la una a la otra con gesto interrogante. Una imprevisible ola de frío cubrió la plaza dejando todo congelado a su paso. Cuando unas horas después los rayos del sol se atrevieron a asomar de nuevo, todo cuanto había quedado eran dos estatuas de hielo y unos cuantos espárragos congelados sobre la mesa, exactamente en el mismo lugar donde hoy descansa la figura de La Vendedora de Espárragos.
Sin embargo, aquel año fue diferente. La primavera fue lluviosa y más fría de lo normal. La cosecha fue escasa. Incansables acudían a su cita diaria para vender apenas unos puñados de espárragos. Era domingo, estaba nublado y el cielo amenazaba con partirse en dos y dejar caer toda su furia sobre la pequeña aldea. Ajenas a las adversidades climatológicas, prepararon su mesa y colocaron ordenadamente los productos por talla y categoría, como hacían siempre. Las nubes se tornaron negras y la luz desapareció del cielo en apenas unos segundos. Sólo tuvieron tiempo de mirarse la una a la otra con gesto interrogante. Una imprevisible ola de frío cubrió la plaza dejando todo congelado a su paso. Cuando unas horas después los rayos del sol se atrevieron a asomar de nuevo, todo cuanto había quedado eran dos estatuas de hielo y unos cuantos espárragos congelados sobre la mesa, exactamente en el mismo lugar donde hoy descansa la figura de La Vendedora de Espárragos.
Fotografía: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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