Cuando la mar se enfada, no hay barco grande, ni marino experto. Cuando las aguas rugen y las olas se levantan como muros infranqueables, tan sólo puedes poner proa a la mar y esperar. Habían pasado muchos años desde que su padre pronunciara esas palabras y sin embargo en el recuerdo de Juan, permanecían tan frescas como el olor a salitre. Al evocar aquellos días en su cerebro, abandonaba el cuerpo alto y fornido de adulto y volvía a convertirse en aquel frágil muchacho mal alimentado que seguía a su padre como a un Dios. No hubiera habido instrucción, o sugerencia de aquel hombre que él no secundara aunque ello le hubiera costado la vida. Sin embargo, fue la vida el precio que tuvo que pagar por poner a salvo su barca y sus hombres, casi arribando a puerto, una ola traicionera barrió la cubierta con tanta fuerza que ni siquiera los musculosos brazos de aquel experto marino resistieron. Del mismo modo que desaparece la espuma tras chocar con una roca, se desvaneció. Infructuosos fueron los esfuerzos de sus marineros. Inútiles las lágrimas de su viuda y su hijo. Cuando la mar hace prisioneros nunca los devuelve. Juan creció cerca del mar. Se convirtió en un hombre robusto, el vivo retrato de su padre, solían decirle. Juan no fue marino, pero de su progenitor aprendió que la mar está en todas partes y no se le puede dar la espalda. De él aprendió que la mar no es sólo ese infinito de agua salada que embruja a los seres humanos, es la vida en sí misma y por eso Juan vive, aún hoy, poniendo siempre proa a la mar.
Fotografía: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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