¡Qué anfibia vida la mía!. Nací príncipe, crecí feliz junto a mis padres y me convertí en un joven hermoso, con bucles negros cayendo sobre mis reales hombros. Viví en un castillo de piedra con tres torres. En lo más alto de una colina, rodeado de bosques y verdes prados donde los rebaños de ovejas pastaban con tranquilidad. El río que serpenteaba cayendo desde las montañas, nos ofrecía agua fresca y pesca abundante. Teníamos frutas y verduras; miel de los panales. Flores de colores decoraban las mesas de todos los hogares. Mi pueblo era feliz y no tenía más preocupaciones que disfrutar de sus familias y de la paz que reinaba en nuestras vidas.
Aquel invierno fue duro, sin duda uno de los más gélidos que puedo recordar. El peor de cuantos habíamos vivido. Mi madre enfermó gravemente por haber estado toda la noche a la intemperie asistiendo a una yegua parturienta. Los mejores sanadores de la región acudieron a atenderla. Mi padre ofreció toda su fortuna a quien pudiera salvar su vida. Al reclamo de tan tentadora recompensa acudieron un sin fin de charlatanes con falsos ungüentos y promesas de curación para mi pobre madre, que continuaba empeorando por momentos.
Un domingo de Enero, llegó Corinda. Era alta y delgada. Con una belleza serena, sobria. Sus gestos eran amables y sus movimientos delicados. Sin embargo había algo detrás de sus penetrantes ojos grises, que me helaba la sangre. Prometió a mi padre que si la hacía su esposa y renunciaba al amor de mi madre, ella poseía la fórmula para salvarla. Me opuse desde el primer momento. Intenté convencer a mi padre que ciego de dolor y desesperación, por ver el sufrimiento de su amada, aceptó sin condiciones el malvado trato de Corinda. Yo pasaba las noches junto al lecho de mi madre intentando aliviar su malestar, cubría con paños fríos su frente que hervía por la fiebre y sujetaba su mano cuando los fantasmas del delirio la aterraban. Así noche tras noche caía rendido a los pies de su cama y despertaba con las primeras luces del alba.
Aquel día mi sueño fue intranquilo. Desperté sobresaltado en medio de la noche. El eco de unas carcajadas siniestras me hicieron volver a la realidad. Allí estaba Corinda, clavando sobre el desvalido cuerpo agonizante de mi madre su fría mirada de eterno invierno. La eché a empujones de la estancia mientras ella me devolvía una cínica sonrisa de victoria. Era evidente que no podía ni quería salvar la vida de mi progenitora y cada estertor de su cuerpo le acercaba más al trono que tanto ansiaba. La agonía de mi adorada madre terminó una mañana oscura. Sus pulmones se anegaron mientras el cielo parecía que fuera a romperse en dos, castigado por rayos y truenos. La tormenta duró más de diez días con sus noches. Parecía que los elementos guardaran duelo por su marcha.
Al comprender cuan ciego había estado al acceder a las exigencias de matrimonio de Corinda, mi padre se encerró en su habitación. Lloraba día y noche. No comía y no permitía que nadie entrara en la estancia. La sal de las lágrimas cegó sus ojos y una mañana de primavera en la que la brisa tibia acariciaba las hojas de los árboles, sencillamente, murió. Impotente, asistí a la coronación de Corinda. La destrucción de todo cuanto mis padres amaban estaba próxima y sentía que no había nada que yo pudiera hacer para remediarlo. Loco de rabia y dolor cabalgué hasta los confines del reino en busca de consuelo, donde pensaba que no había nada más que árboles. Me bajé del caballo en un bosque frondoso. Observé que entre la hojarasca, sobresalían cientos de setas silvestres. De pronto, escuché un susurro:
- ¡Eh tú! ¡Sí, el del caballo!
Entonces vi a un diminuto hombrecillo de color verde ataviado con un simpático gorro de color rojo, asomándose detrás de un champiñón moteado y enorme.
- ¿Quién eres?- Pregunté aturdido
- Eso no importa ahora. Sígueme. Tengo la solución a tus problemas.
Saltó de hoja en hoja hasta llegar a un tronco de árbol hueco y ennegrecido por la humedad. Allí había más de un veintena de gnomos o lo que fuesen aquellos seres. Uno de ellos, tenía una larga barba blanca y se dirigió a mí con solemnidad.
- Hola joven. Las aves de la primavera, creo que vosotros las llamáis golondrinas, nos han informado de los terribles acontecimientos de este invierno. Sabemos que las desgracias no han hecho más que comenzar y queremos ayudaros. ¿Estáis dispuesto a hacer un sacrificio?
- ¡Cualquier cosa a cambio de vencer a Corinda y devolver la felicidad a mi pueblo!
- ¡Que así sea!
Tan pronto el anciano terminó de pronunciar esas palabras, experimenté una convulsión en todo el cuerpo y me encontré transformado en rana.
- Vivirás eternamente. Convertido en batracio. Unas veces de piedra, otras verde y viscoso, quizá de metal... Evolucionarás al tiempo que tu reino. Corinda, ya es en este momento, una pegajosa y molesta mosca, por lo que incluso si tiene la suerte de no caer en la lengua de algún insecto... en unas semanas habrá perecido.
Han pasado varios siglos desde entonces y llevo ya unos cuantos años, decorando una fuente en la plaza del pueblo. Próspero y feliz como en tiempos de mi infancia.
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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