Era invierno, caía la noche. El mar engullía las rocas como una fuerza imparable. Las piedras se tornaban negras al desaparecer el sol, destellaban bravura al sumergirse bajo las aguas. Era el momento en que las criaturas de las profundidades emergían a nuestro mundo, protegidas por las sombras de la noche, envueltas en la espuma del mar. Los humanos temen la noche y ésta sirve de camuflaje perfecto a los hijos de las sombras. Martín debía haber recogido sus aparejos antes de la caída del sol, pero la pesca había sido mala y no tenía nada que llevar a casa para la cena. Sabía que sus pequeños lo esperaban hambriento y quería aprovechar hasta el último segundo para probar suerte con su caña. Apenas podía ya distinguir sus propios pies. La espuma del mar al romper contra el arrecife proyectaba los únicos destellos que aún le permitían distinguir entre tierra y océano. Tenía la sensación de escuchar susurros procedentes del otro lado del acantilado, voces lejanas que parecían entonar una melodía. Se dio valor intentando no recordar las docenas de historias aterradoras que sobre el poder del fondo marino su abuela le había contado junto a la chimenea en las noches de invierno. Recordó a sus hijos, se dio valor para seguir con su labor unos minutos más.
Al amanecer, el sol hizo, como siempre, retornar los colores al paisaje marino. Martín nunca regresó a casa. Su cuerpo tampoco fue hallado. Su caña y aparejos aparecieron flotando en una cala cercana. La mayoría piensa que la marea le sorprendió y no pudo volver a casa, que dio un mal paso en la oscuridad de la noche y se golpeó mortalmente contra las rocas para luego ser arrastrado mar adentro. Nosotros y las criaturas de las profundidades... Sabemos la verdad.
Texto: Onintza Otamendi Iza
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