No entendía nada. Estaba frente a la entrada principal de lo que no me cabía la menor duda, era una exposición de escultura. Miraba y remiraba el pedazo de papel en el que Gutiérrez había manuscrito la dirección. Luego dirigía la vista hacia el anuncio de la exposición e intentaba vincular de algún modo la relación que la famosa autora nacida en Barcelona pudiera tener con los hechos que estábamos investigando. Tras unos minutos de confusión, en los que los visitantes que accedían a la muestra me miraban de reojo intentando comprender que hacía allí en medio ensimismada ante una nota, comprendí que la pista que el comunicante anónimo había ofrecido con tanta generosidad a mi compañero, era el edificio en sí. Los arcos, las plantas, los juegos de luces y sombras... Presentía que estábamos cerca. Avancé con sigilo y accedí al interior por la puerta principal. Al fondo se escuchaba el eco de los pasos y las voces de los visitantes de la galería. Hasta mis oídos llegaban las expresiones de halago y admiración por la obra de la artista, mientras yo me esforzaba por aislar esos sonidos y escuchar, como decía uno de mis maestros, el alma del edificio. Sin saber exactamente el motivo, tenía la certeza de que aquellas paredes de piedra y los escalones de madera que había comenzado a descender, escondían las piezas que le faltaban a nuestro puzle para ser completado. La luz era mucho más tenue en el sótano, así que me detuve para que mis ojos se acostumbraran a la nueva situación. Tenía el corazón desbocado y todos los músculos en tensión. Deslicé la mano por la parte trasera de mi pantalón y liberé la Heckler & Koch que llevaba camuflada en la cintura. La sujeté con ambas manos, extendí los brazos con el dedo en el gatillo y avancé con pasos cortos e intentando asegurarme de que no dejaba ningún rincón sin inspeccionar. Los techos abovedados y la decoración recargada con tapices, armaduras y lámparas de mil lágrimas de cristal que proyectaban sus reflejos contra paredes y techos no me ayudaban demasiado, pero intenté conservar la calma. Una sombra se deslizó con rapidez al fondo de la sala. Los cristalitos de la lámpara chocaron unos contra otros emitiendo un sonido escalofriante que anunciaba que había llegado el momento de la acción. La sombra se detuvo, pero podía escuchar ahora su respiración agitada por el miedo.
-¡Salga con las manos en alto! -como única respuesta, un largo y angustioso silencio- Sabemos que ha sido usted quien ha envenenado a los niños. Acérquese con las manos donde pueda verlas y explíqueme por qué. Si ha sido un accidente estoy segura de que encontraremos una solución. Vamos, no empeore las cosas. Sólo quiero ayudarle.
El discurso estereotipado de telefilm policíaco había vuelto a fallar, no me sorprendía. La respiración sonaba cada vez más fuerte y de pronto la armadura que tenía a mi derecha se deshizo en medio de un estruendo que retumbó en todo el edificio, vi como la puerta trasera se abría dejando entrar un cuchillo de luz y alguien salía atropelladamente por ella. Me lancé a su persecución y en pocos segundos me encontraba lo suficientemente cerca como para abalanzarme sobre el sospechoso. Lo inmovilicé en el suelo y cuando giré su cuerpo para verle la cara, sólo atiné a balbucear:
- ¿Señora Rocamuro?
- ¡Esos pequeños bastardos merecían morir! -espetó antes de caer en un estado de semiinconsciencia fruto, a todas luces, de la tensión del momento-.
Efectivamente, llevábamos meses tras la pista de alguien que había envenenado a una clase completa de un colegio de primaria. Veinticinco niños de entre siete y ocho años habían resultado intoxicados sin que los investigadores pudieran determinar el origen de la letal sustancia. Veinticuatro de ellos perecieron durante los tres primeros días y sólo uno consiguió recuperarse tras permanecer casi quince días en el hospital. Cuando estaba a punto de arrojar la toalla, mi compañero Gutiérrez recibió una llamada anónima indicando la dirección donde supuestamente encontraríamos al asesino. Allí atrapé, como ya sabéis, a la señora Rocamuro. La profesora de artes plásticas del colegio. La habíamos interrogado en numerosas ocasiones y nunca hubo ni la más mínima señal que nos hiciera pensar en ella como sospechosa. En su confesión, relató como los niños unos días antes de los hechos, habían desobedecido sus instrucciones y se habían burlado de la leve cojera de su pierna izquierda. Más tarde descubrimos sus antecedentes psiquiátricos y una interminable lista de incidentes similares bajo otras tantas identidades, de los que había conseguido milagrosamente salir indemne.
Aquella noche, frente a un delicioso plato de spaghetti y un buen vaso de vino tinto, me sentí aliviada porque el caso de los niños envenenados estaba resuelto y sin embargo aún quedaba algo por comprender... ¿Quién había realizado la llamada anónima?.
Fotografía: Edurne Iza
Relato: Onintza Otamendi Iza
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