Érase una vez una aldea rodeada de montañas en la que vivían dos jóvenes sastres. Ambos trabajaban como aprendices en el taller del señor Lino y soñaban con poseer, algún día, su propio atelier. Diseñaban trajes elegantes y vestidos glamurosos. Por sus manos pasaban las telas más selectas y al tocarlas su imaginación volaba hasta elevarles al reino de la fantasía, donde cualquier deseo podía convertirse en realidad.
Cada año, coincidiendo con las fiestas navideñas, se celebraba un sorteo de lotería. Era un acontecimiento importante, puesto que muchas familias depositaban sus esperanzas en el premio. Resultaba divertido, sobre todo para los más jóvenes y entusiastas, elucubrar acerca de viajes, casas, joyas y todo cuanto el boleto agraciado les permitiría disfrutar.
Los dos alfayates vivían en sendas habitaciones en la posada de la señora Mesón, famosa por su pulcritud y las deliciosas recetas que nacían en su cocina. Por las noches llegaban extenuados, tras un día repleto de dobladillos, pespuntes e hilvanes, se sentaban en una de las mesas de madera y disfrutaban de la cena. Su modesto sueldo, sólo alcanzó para comprar un décimo que compartieron y sujetaron con los ojos cerrados, mientras el bombo giraba y las bolas eran seleccionadas. Cuando el último número estuvo fuera, comprendieron que eran ellos, los humildes aspirantes a modisto, los portadores del billete ganador.
Pasada la confusión inicial, cada uno tomó decisiones para que su sueño, unas horas antes imposible de cumplir, se materializara. Así, en pocas semanas, la aldea contaba con otras dos sastrerías: Cremallera y Tijeras. Podríamos pensar que nuestros jóvenes amigos, no se esforzaron demasiado en escoger los nombres para sus establecimientos y sin embargo la historia demostró que no podían haber sido más apropiados, ya que la estrategia empresarial de cada uno, reflejaba exactamente lo mismo que los objetos seleccionados.
Cremallera ofrecía a sus clientes productos de alta calidad y basaba su éxito en las duras horas de trabajo y en seleccionar las mejores materias primas. Empleó numerosos recursos en la investigación de tejidos y técnicas de fabricación que le permitieran aumentar el número de prendas por hora. Sus ventas crecieron a la vez que su fama y pronto necesitó contratar un ayudante. Decidió pagarle un buen salario, que le permitiera vivir con comodidad. El joven empresario se sentía motivado y orgulloso de la marca que representaba y reinvertía gran parte de los beneficios en el progreso de su negocio.
Tijeras mientras tanto, optó por lanzar una colección de bajo coste. Adquirió maquinaria de segunda mano, algo anticuada pero muy económica. Elaboró la ropa con fibras sintéticas y consiguió unas ventas iniciales muy elevadas, por lo atractivo de sus precios. Sin embargo, tan pronto los consumidores comprobaron la escasa calidad de su producción, los pedidos disminuyeron en picado. Los que se interesaban por sus productos, buscaban el precio más bajo del mercado, con lo que la presión por reducir costes se fue incrementando. El dueño de Tijeras decidió cambiar de local a uno más reducido y alejado del centro. Contrató operarios para manejar las viejas máquinas. Sólo podía pagarles la mitad del sueldo estipulado, pero tenían que trabajar el doble, por lo que los empleados apenas permanecían en Tijeras un par de meses. Tras los cuales, nuevas e inexpertas manos eran destinadas a controlar las agotadas cosedoras automáticas. Una fría mañana de Marzo se pararon. Habían dado demasiadas puntadas, sin reparaciones ni descansos. Sencillamente dejaron de funcionar. El sastre no tenía dinero para reemplazar el utillaje y se vio forzado a cerrar Tijeras.
Pocos días después una mano temblorosa llamó a la puerta de Cremallera. Ambos amigos se encontraron uno frente al otro. Los recortes de Tijeras, en su irreflexiva persecución del mejor precio, le habían condenado a la bancarrota. El paso firme de Cremallera, buscando la excelencia y la innovación, le convirtieron en una empresa de referencia en el sector. Aquel día sus vidas volvían a cruzarse. Uno triunfador, el otro necesitado de ayuda. Se fundieron en un abrazo y frente a una taza de café caliente hablaron durante horas, como aquellas noches que habían pasado en la posada de la señora Mesón. Hicieron planes de futuro, trabajaron juntos aprendiendo de la experiencia y sólo utilizaron las tijeras para recortar las finas telas de sus creaciones.
Moraleja: ¿calidad, I+D+i, trabajo duro y salarios dignos o recortes indiscriminados, pérdida de la capacidad de consumo y regresión?
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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