Cuenta una vieja leyenda marinera, que un anciano capitán de barco, murió al timón de su pequeño mercante en una noche de tempestad. El hombre había navegado a lo largo y ancho de los siete mares desde que apenas podía mantenerse en pie. Había sido grumete, marmitón, cocinero y timonel antes de alzarse con el rango de capitán. Quienes le conocían aseguraban que había renunciado a disfrutar de un gran amor por el salado regusto de la mar. Contaban que hubo una muchacha dispuesta a esperarle al regreso de cada uno de sus viajes, a criar a sus hijos en el amor proyectado del padre ausente, a superar escasez, incertidumbre y soledad a cambio de disfrutar de robados momentos de felicidad cuando alguna marea trajera a su esposo a casa. Sin embargo, pese a todos los sacrificios que su amada estaba preparada para realizar, el por aquel entonces joven lobo de mar, prefirió unirse para siempre al vaivén de las olas, a la espuma que rompe contra los arrecifes, a la desesperación de la calma chicha y la angustia del temporal. Pasó su existencia a bordo de alguna embarcación. Al principio como tripulante, más tarde al mando de su propia nave. Sin apenas darse cuenta su corazón se fue secando... igual que la carne en salazón. La noche en que una ola gigantesca le arrebató el último soplo de aliento, su cuerpo inerte fue zarandeado y arrastrado hasta lo más profundo de los abismos. Su corazón se deshizo en millones de partículas microscópicas que fueron diseminadas por las corrientes marinas de un extremo al otro de nuestro planeta. Por eso los más ancianos afirman que los hierros se oxidan al contacto con el agua de mar, para recordarnos que está impregnada con la sangre de todos aquellos que le entregaron su vida. De todos los corazones que repartieron ínfimas gotas de su sangre entre sus aguas para generar más y más amantes de su inmensidad indomable.
Fotografía: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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