Así es, recurriendo una vez más al refranero popular, os
aseguro que en este mundo traidor nada es verdad ni es mentira y a mí la
tonalidad de unos vidrios y las curvas caprichosas de un edificio me cambiaron
la vida. Siempre he envidiado a quienes afirman trabajar en aquello que les
apasiona. Me fascina el término vocación. Yo debo reconocer, que mi única
motivación cuando suena el despertador cada mañana, es pensar en las facturas
que llenan el buzón cada fin de mes. Entonces, miro por la ventana y me
consuelo pensando que hay quien está peor que yo. Me visto el uniforme y paso
el resto del día, limpiando uno tras otro, los cristales de algún moderno
rascacielos en la zona financiera de la ciudad. Sí, soy limpia cristales.
Hace unos días, presencié un terrible suceso, mientras
retiraba el agua jabonosa de una vidriera del piso veintitrés de un grandioso
edificio que bien podía haber sido el Nakatomi Plaza. Pocos minutos
después, mis valores de adrenalina se dispararon hasta niveles de yippie kay yay.
El sol estaba cubierto por densos y grisáceos nubarrones, lo que otorgaba a la
mole de cristal, un intenso color azul. La estructura metálica de una
construcción cercana se multiplicaba por efecto de la convergencia de su esqueleto, cuando de pronto, invertida, azulada y reflejada, vi con
estupefacción y horror a partes iguales, la silueta de un hombre cayendo desde la
canasta superior del amasijo de hierros. Se precipitó al vació y el impacto
contra el cemento reventó su cuerpo como si de una sandía se tratara. Por
instinto, me giré bruscamente siguiendo su trayectoria e hice tambalear el andamio
sobre el que estaba trabajando, con tan mala fortuna, que uno de los cables que
me sujetaba desde la azotea, se soltó dándome tiempo justo de encaramarme a la
barandilla superior. Quedé suspendido, colgando únicamente de un fino cable de
acero y el arnés, con más de veinte pisos de tenebroso vacío evitando que me convirtiera en otra sandía reventada. En medio de mi angustia, con la cara
pegada a la ventana más próxima e intentando convencerme de que los servicios de
emergencia estarían a punto de aparecer, pude distinguir a la muchedumbre
arremolinándose en torno al pobre desdichado que yacía en la acera. Un movimiento
reflejado a través del cristal me hizo prestar atención al cesto encima del
entresijo de hierros. Había un hombre, llevaba una pistola en la mano. El
reflejo me devolvía una imagen algo distorsionada, pero pude ver con
claridad, el silenciador alargando el cañón del arma. Me fijé mejor…¡Me apuntaba
a mí!. Comprendí que de forma involuntaria, había sido testigo de un asesinato,
no un suicidio ni un accidente, como había pensado en un primer momento. Aquel tipo
había empujado al hombre sandía y estaba a punto de liquidar al único testigo
de su crimen. Desesperado, en un arrebato de energía concentrada para salvar el
pellejo, hice balancear el andamio con todas mis fuerzas, cuando el arco me pareció lo suficientemente
amplio, tomé impulso y me estrellé contra el cristal más próximo, al tiempo que
liberaba el mosquetón del arnés. Una lluvia de fragmentos de vidrio y yo,
irrumpimos a toda velocidad en la lujosa oficina, mientras una bala
atravesaba la estancia para terminar incrustada en una de las paredes
laterales. Lo siguiente que recuerdo, fue prestar declaración frente a un
oficial de policía, que pasaba ante mis ojos docenas de fotografías de
sospechosos, que yo era incapaz de identificar. Días después me enteré de que
habían atrapado al asesino, inculpado de varios crímenes por asunto de
drogas. Al parecer el muerto, era un camello de poca monta, que tenía la mala
costumbre de no pagar las facturas a sus proveedores.
Cuando mis heridas hubieron cicatrizado,
regresé a mi rutina diaria. Sin embargo, para los más allegados me había
convertido en un héroe. En todo un John McClain de las alturas. Ahora me sentía
orgulloso de mi empleo. De pronto, pasar ocho horas al día viendo imágenes
reflejadas a decenas de metros sobre el suelo no estaba tan mal. Por eso, como
sentencia el dicho… Todo es según el color del cristal con que se mira.
Fotos: Edurne Iza
Fotos: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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