El golpe había sido demasiado fuerte. Siempre fui de aquellos ingenuos, que pensaban que mi dedicación a la empresa, algún día se vería premiada. Las tardes infinitas de despacho, de llegar a casa y no ver a los niños antes de acostarse, de discusiones con mi mujer... Una y otra vez, me dije a mi mismo que era mi obligación, que lo hacía por el bien de la familia, que ellos algún día me agradecerían el haber podido ir a un colegio mejor, no al concertado al que asistían el resto de los niños del barrio. Los caros vestidos y los tratamientos de belleza, los inviernos en la estación de esquí y los veranos de playa... Cada vez que pasaba por alto una función de fin de curso o un aniversario, me justificaba con la gran vida que les estaba dando gracias a ese enorme sacrificio que yo hacía. Hoy me han hecho pasar a esa sala de suelo resplandeciente, que conozco tan bien. Esa, por la que antes que yo, pasaron otros muchos y por la que seguirán pasando cuando yo me haya marchado. Al final de la mesa de cristal, redonda y brillante, estaba sentado el director. Por un momento pensé que el tan ansiado día había llegado, que por fin mis desvelos serían recompensados, pero sólo me ha hecho falta observar el gesto en su rostro y reconocer el tono de voz condescendiente. No he necesitado, más que las primeras palabras, "Nunca pensé que tendría que comunicarte esto, a ti no..." para saber que habían decidido prescindir de mí. He permanecido allí, largo rato, sin aceptar la silla que me ha ofrecido. De pie, parecía quedarme algo más de dignidad. No podría repetir sus palabras, porque aunque las he oído, no las he escuchado. Sólo recuerdo que al final, he firmado el finiquito, he colocado mis cosas en una caja y me he marchado. Tras veinte años... He salido por la puerta con una caja de cartón llena de trastos inservibles y la vida vacía. He caminado sin rumbo, los pies me han llevado al puerto, inconsciente imagen de libertad, supongo, y me he sentado en el lugar más recóndito, a observar cómo la urbe oscurecía. Cómo las sombras de la noche disimulaban su vida, igual que la mía. He hecho balance, si, balance de esos veinte años y he descubierto que en el fondo, he mentido. No lo hice por mis hijos, ni por las escuelas caras, ni las vacaciones exclusivas. Lo hice por mí. Por miedo. Terror a creer en mí mismo, a intentar comprobar si mis ideas gustaban, a caminar bajo la lluvia, sin el paraguas de una multinacional. Un día fui escritor, de cuentos infantiles. Nunca me atreví a mostrar mi obra al mundo, oculté mi valía a la sombra de una gran editorial. Otros firmaban, ponían el capital y corrían el riesgo. Yo sólo trabajaba, de incógnito. Fue suficiente durante mucho tiempo. Cuando dejó de ser suficiente... Había pasado demasiado tiempo. No me quedaba valor.
El tiempo parece haberse detenido, mientras mi cerebro luchaba por encontrar una excusa. Cuando las primeras luces del alba han coloreado el cielo, he comprendido que el reloj nunca para de avanzar. La vida pasa y sólo nosotros, decidimos si queremos aprovecharla. "¡Nunca es tarde!", me he dicho, puedo empezar de cero, escribir aquel libro de cuentos que siempre soñé. El eterno proyecto, que el director rechazó una y otra vez. Es paradójico, un libro infantil, yo que nunca leí para mis propios pequeños. Una herramienta para unir a padres e hijos, cuando ni siquiera recuerdo la última cena familiar. Quizá sea un modo de enmendar mi error. De evitar que otros tropiecen, en la piedra que arruinó mi vida. Arropado por la calidez del amanecer, he tomado el camino a casa. Cada reflejo en el agua, me ha hecho pensar que aún hay esperanza. He abierto la puerta de mi hogar de par en par. Me he dirigido al dormitorio y allí estaba ella, dormida, acostumbrada a las veladas de soledad. Somnolienta ha entreabierto los ojos. - Cariño ¿estás bien?
- ¡Mejor que nunca! Siento que hoy, es el primer día de nuestra nueva vida. Por fin voy a cumplir mi sueño, voy a escribir ese libro que nunca debí dejar a un lado. ¿Qué me dices?
- Que soy muy feliz, y sólo lamento que hayan tardado tanto tiempo en despedirte.
Me hubiera encantado ver mi propio rostro, mientras se fundía conmigo en un cariñoso abrazo. Ella siempre supo, lo que me costó veinte años comprender.
El cielo, ya de color rosa intenso, me hizo pensar que por muy larga que sea la noche... Siempre amanece.
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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