La historia se repite cada cierto tiempo. No importa el país, ni la época. Siempre hay alguna pareja que sufre, por cometer el pecado de enamorarse perteneciendo a clases sociales diferentes, a mundos opuestos. Nuestros protagonistas de hoy, pagaron un precio muy elevado por su amor. Ella era una humilde campesina que pasaba las horas bordando vestidos para la señora de la casa donde servía. Él, el hijo de la dueña, un apuesto joven heredero de una fortuna incalculable, cuyo corazón, latía ajeno a los intereses económicos, a las exigencias de la alta sociedad.
Como siempre en estos casos, el amor surgió de forma casual, porque cuando dos almas están destinadas a encontrarse, siempre hay un motivo, una excusa para que prenda la mecha. Corría un lluvioso mes de Marzo, Aitana se afanaba en terminar el vestuario veraniego de la señora. Faltaban pocos días para el inicio oficial de la primavera y era la fecha límite que había recibido para entregar su labor. Trabajaba en una buhardilla de la casa, junto a una pequeña ventana que ofrecía un buen chorro de luz al delicado trabajo. La puerta de su taller se abrió y un joven apuesto y elegante hizo su aparición. Era Zacarías, el hijo de la señora. Aitana, sabía quién era porque, desde su encierro en la parte alta de la casa, le había visto en más de una ocasión, pasear por los jardines de la finca.
- Disculpe ¿ha visto a mi madre?
- Lo lamento, no he visto a la señora en toda la mañana
- Vaya, continuaré buscándole. Si apareciera por aquí, por favor, indíquele que le busco
- Si señor, así lo haré
-¡Caramba! qué labor más delicada está realizando, no me extraña que mi madre ponga en sus manos las prendas más finas para bordar -dijo mientras se acercaba a la joven y extendía la mano para tomar el tejido-
- Es usted muy amable señor- dijo Aitana, cuando sin darse cuenta, una de las agujas se clavó en el dedo del hombre-
- ¡Uy!
- ¡Lo lamento señor, lo lamento mucho! ¡soy una torpe!
- De eso nada, he sido yo, apretando demasiado una labor inacabada -respondió con soltura mientras introducía su dedo en la boca para eliminar la gota de sangre que había brotado-
Aitana temblaba sólo pensando en las terribles consecuencias que el accidente podría tener para su empleo, si aquel joven lo comentaba con su madre, pero se tranquilizó cuando él se acercó, tomó sus manos y mirándole directamente a los ojos, le aseguró que no tenía nada por lo que preocuparse. Ese instante, ese encuentro de ojos, el suave contacto de la piel, sirvió para que un segundo perdurara en sus corazones para siempre. Ruborizada, Aitana bajo la vista y continuó trabajando. Él, que no atinaba aún a comprender qué le había sucedido para que su corazón bombeara a toda velocidad, abandonó la estancia con gran turbación y no pudo borrar a la joven de su mente durante el resto del día. En los sucesivos, Zacarías, se las apañó, para encontrar buenas excusas para subir a visitar a la joven. Pasadas unas semanas, charlaban con tanta familiaridad como si se conocieran desde siempre y pertenecieran al mismo mundo. Era viernes y Aitana se apresuraba por terminar el último de los vestidos, cuando la puerta se abrió y su rostro se iluminó por una amplia sonrisa. Zacarías, se aproximó tendiéndole una radiante rosa de color rojo vivo, ella la recogió con dulzura y entonces se fundieron en un beso dulce y largo que terminó con un grito espeluznante a sus espaldas.
- ¡Zacarías! ¡Qué estás haciendo! ¿No te das cuenta que es una simple doncella?
- Madre, yo la quiero y deseo casarme con ella
- ¡Fuera de aquí desvergonzada!
- ¡Madre! ¡ya basta!
Aitana huyó despavorida por las terribles consecuencias que todo aquello podría tener para ambos, pero siendo consciente de que la más perjudicada, sería sin duda, ella misma, la humilde bordadora, acusada de seducir al rico heredero. Poco después Zacarías apareció en casa de Aitana, donde esta era consolada por su hermano mayor y la reacción de la familia no fue más suave.
- ¡Largo de aquí señorito embaucador! ¡no se te ocurra volver a acercarte a mi hermana!
Desesperados, consiguieron quedar en un claro del bosque pasados unos días, con la firme intención de despedirse para siempre. Sin embargo, el fuego se había encendido y ardía con tanta fuerza que nada podía hacerse ya para apagarlo. Decidieron fugarse. En dos noches, se encontrarían en ese mismo lugar.
La madre de Zacarías, había decidido tomar todas las medidas necesarias para evitar cualquier "locura" de su hijo, así que no le fue difícil encargar a uno de los empleados que se convirtiera en la sombra del chico y enterarse de los planes de la pareja. Con frialdad y rapidez, contactó con una hechicera que vivía en los alrededores y le encargó un conjuro para desenamorar al chico y matar a la estúpida aldeana.
La bruja, era una mujer triste, de piel raída por los años y la soledad y asintió obediente ante la petición de tan elegante dama. Sin embargo, su alma había padecido el sufrimiento de un amor imposible y no estaba dispuesta a permitir que aquella mujer gélida se saliera con la suya. Preparó la pócima y se ocultó en el bosque a la hora convenida. La pareja hizo su aparición y tras ella, la madre y su fiel esbirro, dispuestos a confirmar que sus órdenes se ejecutaban con precisión. En lugar de eso, las mágicas manos de la anciana, vertieron el mejunje por encima de sus cabezas, ante los atónitos ojos de los enamorados, mientras pronunciaba con voz rotunda y solemne las palabras mágicas "yo os regalo la libertad de las aves ¡qué así sea!"
La transformación se produjo de forma vertiginosa. Los cuerpos de la señora y el criado se encogieron, se curvaron, se tornaron de un color gris plateado, se cubrieron de plumas y su boca se alargó, transformándose en un potente pico de color anaranjado.
-¡¿Gaviotas?!
- Sí muchachos, no estaba dispuesta a permitir que una vieja amargada arruinara un amor tan puro. Estos dos, ya no molestarán más. Nunca recordarán que algún día fueron humanos. Anidarán entre las rocas de los acantilados, vivirán felices mirando al mar. Tendrán como aves, la libertad que sus prejuicios les negaron. Así que vosotros, hacedme un favor y... ¡Disfrutad!
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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