
La aldea, era un enorme conjunto de callejas entrelazadas, con gente arremolinada en las esquinas. Era ruidosa, sucia y se me antojaba muy peligrosa. Decidí acercarme a la posada, conocía a la hija de los dueños, una joven de mi edad, que había trabajado algún tiempo, cosiendo para mi madre. Me acogieron con amabilidad y me ofrecieron un precio justo por la habitación. La primera noche fue lúgubre y triste. No pude pegar ojo. Angustiada por la incerteza de mi futuro y sobresaltada por los juegos amorosos de mis vecinos del cuarto contiguo. Tenía la sensación de haber nacido aquel mismo día. De tener casi todo por aprender. Pero era valiente y estaba dispuesta a tomar las riendas de mi destino. Con los primeros rayos del alba, salí decidida a adquirir algunas ropas más adecuadas para mi nueva vida. Los elegantes vestidos a los que estaba acostumbrada, no hacían más que ponerme en un grave peligro y cerrarme la mayoría de las puertas. A mediodía, había conseguido mimetizarme con la muchedumbre y caminar por los atestados callejones, sin siquiera llamar la atención. Recorrí talleres de costura, mesones y todos los lugares en los que pensaba que podría encontrar un trabajo, pero todo fue inútil. Mis delicados modales y mis escasos conocimientos, recibían un rechazo inmediato. Me senté en unas escaleras, junto a la fuente del pueblo, a pensar. Debía centrarme y analizar qué sabía hacer, antes de correr como un pollo sin cabeza, que es lo que llevaba haciendo todo el día. Pero tenía que darme prisa, las monedas de la bolsa mermaban con mucha rapidez. Reemprendí la marcha y pasé frente a una tienda con puerta de madera labrada. Muy bien decorada y de la que salía un agradable olor a madera, cuero y tintas. Era un taller de encuadernación de libros. Yo adoraba los libros. Me fijé en un pequeño cartel colgado en la entrada "se necesita aprendiz". Entré decidida a conseguir el puesto. Me recibió un hombre de rostro redondo, que transmitía alegría y tranquilidad.
- Buenos días, vengo por el anuncio de la entrada. Quisiera saber cuáles son las condiciones.
El hombre dio por hecho que yo venía a negociar el puesto para mi hijo o hermano, así que afablemente me prodigó todo lujo de detalles, que yo por supuesto recibí con gran seriedad, adoptando desde el primer momento, el papel de adulta responsable, que él mismo me había otorgado.
- Verá señora. Mi esposa y yo, nos hacemos mayores. Hemos llevado este negocio durante más de treinta años y ahora necesitamos un mozalbete fuerte y con ganas de aprender, que colabore con las tareas más pesadas. Le ofrecemos una profesión que le ayudará a abrirse camino en la vida. Vivirá en este mismo edificio, en la buhardilla, que mi mujer ha acondicionado con sus propias manos, para que se sienta como en casa. Ofrecemos un salario simbólico, y todas las comidas del día. Si el muchacho trabaja bien, lo trataremos como a un hijo y cuando poco a poco, su aportación al negocio le haga rentable, recibirá una remuneración acorde con su trabajo. Somos personas honradas.
- Entiendo, ¿ustedes no tienen hijos?
- Tuvimos uno, que murió de fiebres a la corta edad de cuatro años.
- Lo lamento mucho. Mi hermano mellizo Joseph y yo, nos hemos quedado sin padres y yo, intento velar por el mejor futuro para ambos. Pronto me casaré y no quisiera dejar a Joseph solo.
- Pobres muchachos. La vida es dura a veces, pero hay que mirar adelante. Su hermano estará en muy buenas manos con nosotros, y usted y su futuro esposo podrán venir a visitarle siempre que lo deseen.
- Lamentablemente, no veré a Joseph en un largo tiempo. Mi esposo tiene previsto nuestro traslado al extranjero después de la boda. Por eso busco un lugar, donde sepa que estará bien cuidado. Creo que Joseph, es el chico que están buscando.
- ¡Perfecto! ¿cuándo podremos conocer al muchacho?
Continuará...
Continuará...
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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