La Foto de la semana 06-07-2014: "Las torres del amor"

Cuenta la leyenda que hace tantos amaneceres como granos de arena en una playa, dos hombres nacieron a la misma hora en dos extremos opuestos de la ciudad. Uno creció en la opulencia, disfrutó de la mejor educación, aprendió música, pintura y diferentes idiomas que le permitieron viajar y conocer el mundo. El otro, humilde de nacimiento comenzó a trabajar en el primer instante en que pudo mantenerse en pie por sí solo. Al principio llevando y trayendo materiales a la carpintería de su padre, barriendo el serrín y los restos del trabajo. Conforme su cuerpo creció y se convirtió en un fornido joven, también sus tareas fueron tornándose recias y pesadas. 
Las vidas de ambos hombres nunca debían haberse cruzado. A pesar de que sus hogares distaban apenas unos cientos de metros, sus mundos eran por completo opuestos. Sin embargo, el destino es caprichoso y el amor aún lo es más. Y fueron ambos, amor y destino quienes dieron un giro inesperado a sus vidas. Uno conoció a Ermelinda en un solo de piano en el Palacio del Norte. El otro, al hacerle entrega de una caja de música de madera de ébano encargada por el padre de la muchacha para agasajarla en su vigésimo cumpleaños. Ambos quedaron prendidos de su belleza. Uno de sus modales elegantes y sus gestos angelicales. El otro, de la pureza de su mirada. De unos ojos melancólicos que vivían encerrados en la jaula de la opulencia. 
El primero, invitaba a la joven cada semana a palacio. El segundo comenzó a recibir sus visitas inesperadas en la carpintería. Primero fue un espejo,  luego un armario, más tarde una cómoda... Siempre encontraba Ermelinda un buen motivo para sumergirse en la magia del aroma de la madera, las virutas que revoloteaban por el taller, las herramientas chirriantes desafiando la robustez de los materiales. Cuando la muchacha recibió la propuesta de matrimonio durante un concierto a cuatro manos, la rechazó y declaró su amor por el joven carpintero, para horror y estupefacción de todos los presentes.
Cuando el honor, la hombría y el amor se mezclan en un arrebato de orgullo, la única salida posible es un duelo a  muerte. Cuando el frío de la Parca acecha, no hay ricos ni pobres. Sólo queda el valor de defender aquello por lo que se está dispuesto a morir. 
Amanecer de verano, una loma a las afueras de la ciudad, dos espadas de filos relucientes. Ropas cubiertas de trabajo a un lado, al otro, puños blancos de bordados delicados. Cuenta atrás, pasos, silencio, corazones agitados, giro de talones. El rechinar del metal luchando uno contra el otro, duró apenas unos segundos. Se escuchó un grito ahogado entre la multitud y dos cuerpos inertes y ensangrentados cayeron sobre la hierba verde y fresca que quedó teñida de rojo en apenas unos segundos. La técnica igualó a la fuerza y sólo hubo vencidos.
Ermelinda vivió sola. Tocando el piano día y noche y adorando su pequeña caja de ébano. Cuando heredó la fortuna de su padre, invirtió hasta el último céntimo en construir dos torres idénticas que representaban a aquellos dos jóvenes de corazón puro que el destinó arrebató de su vida. Cuando ambas torres estuvieron terminadas, Ermelinda trenzó una cuerda con finas fibras de madera e hilos de seda. Ató sus dos extremos, uno a cada torre y comenzó a caminar haciendo equilibrios de un lado al otro. Cuando llegó al punto central entre ambas torres, realizó una elaborada reverencia hacia una de ellas, lanzó una mirada llena de amor hacia la otra y se dejó caer al vacío. 



Fotografía: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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