Se acabó el dinero. Se acabó la suerte. Atrás quedaba la quimera que les había hecho abandonar el pueblo varias semanas atrás. Con lo puesto y una maleta de piel raída que contenía algunos recuerdos familiares y apenas un palmo reseco de lo que había sido un jugoso salchichón, tenían frente a sí la llanura de lo desconocido. Decidieron hacer un alto en el camino. No tenían prisa. No les esperaban en su destino, ni les extrañaban allá de donde venían. En realidad, no había nadie. Sólo se tenían el uno al otro y ambos, sólo tenían sus sueños. Buscaban un mundo mejor, donde formar un hogar, encontrar un trabajo, vivir con dignidad, tener hijos quizá...
Observaron las nubes, formando caprichosos dibujos, como si alguien trazara círculos con el humo de su cigarro. El sol reconfortaba sus cuerpos cansados del viaje, pero sabían que en unas horas oscurecería y debían encontrar un lugar donde pernoctar. Caminaron hasta el ocaso. Sin saber cómo, llegaron a un enorme vertedero de basuras donde las aves carroñeras revoloteaban en círculos mientras emitían desagradables chillidos. Decidieron bordear la inmensa explanada de desperdicios. De vez en cuando miraban con disimulo, por si descubrían algo que les fuera de utilidad para resguardarse aquella noche. En una de aquellas miradas furtivas, detectaron lo que parecía un edredón. Les daba asco, vergüenza, pero era grande y mullido y la noche amenazaba con ser gélida. Estiraron cada uno de un extremo con todas sus fuerzas. Estaba atrapado debajo de algo pesado. Hicieron un último intento y descubrieron con horror, que lo que aprisionaba la tela, era el cuerpo de un hombre. Estaba medio descompuesto, con una espantosa mueca de dolor en su rostro agusanado. Se apartaron de allí entre nauseas y gritos. El pánico les hizo correr por entre las montañas de basura, hasta que ella tropezó con un hierro y cayó de bruces al suelo. Con enorme ternura él la abrazó y le ayudó a sentarse sobre una especie de maletín negro que había a su lado. Con el peso de la mujer, los cierres de la valija cedieron y su contenido se desparramó a su alrededor. ¡Billetes de quinientos Euros! Había docenas de fajos enormes de aquellos billetes de color violeta, que en su vida habían tenido la oportunidad siquiera de ver.
Aturdidos miraron a su alrededor. Los pájaros seguían disfrutando escandalosamente de su festín. A lo lejos la mano podrida del muerto parecía decirles "vamos ¿a qué esperais?, yo di la vida por esos billetes". Temblorosos, abrieron su vieja maleta de piel, introdujeron todos los billetes que cupieron. El resto, los apretujaron en sus bolsillos, cuidando que no sobresaliera ninguna delatora punta. Caminaron hasta bien entrada la madrugada. Llegaron a una ciudad y buscaron una pensión modesta, donde su aspecto no destacara. A solas en la habitación recontaron su botín. Había varios millones de euros ¡Varios millones!. De un plumazo, su vida estaba resuelta. Sólo tenían que escoger un destino y disfrutar. Eso sí, como en los más tradicionales cuentos de hadas, su nueva vida comenzaría... Far, far away...
Observaron las nubes, formando caprichosos dibujos, como si alguien trazara círculos con el humo de su cigarro. El sol reconfortaba sus cuerpos cansados del viaje, pero sabían que en unas horas oscurecería y debían encontrar un lugar donde pernoctar. Caminaron hasta el ocaso. Sin saber cómo, llegaron a un enorme vertedero de basuras donde las aves carroñeras revoloteaban en círculos mientras emitían desagradables chillidos. Decidieron bordear la inmensa explanada de desperdicios. De vez en cuando miraban con disimulo, por si descubrían algo que les fuera de utilidad para resguardarse aquella noche. En una de aquellas miradas furtivas, detectaron lo que parecía un edredón. Les daba asco, vergüenza, pero era grande y mullido y la noche amenazaba con ser gélida. Estiraron cada uno de un extremo con todas sus fuerzas. Estaba atrapado debajo de algo pesado. Hicieron un último intento y descubrieron con horror, que lo que aprisionaba la tela, era el cuerpo de un hombre. Estaba medio descompuesto, con una espantosa mueca de dolor en su rostro agusanado. Se apartaron de allí entre nauseas y gritos. El pánico les hizo correr por entre las montañas de basura, hasta que ella tropezó con un hierro y cayó de bruces al suelo. Con enorme ternura él la abrazó y le ayudó a sentarse sobre una especie de maletín negro que había a su lado. Con el peso de la mujer, los cierres de la valija cedieron y su contenido se desparramó a su alrededor. ¡Billetes de quinientos Euros! Había docenas de fajos enormes de aquellos billetes de color violeta, que en su vida habían tenido la oportunidad siquiera de ver.
Aturdidos miraron a su alrededor. Los pájaros seguían disfrutando escandalosamente de su festín. A lo lejos la mano podrida del muerto parecía decirles "vamos ¿a qué esperais?, yo di la vida por esos billetes". Temblorosos, abrieron su vieja maleta de piel, introdujeron todos los billetes que cupieron. El resto, los apretujaron en sus bolsillos, cuidando que no sobresaliera ninguna delatora punta. Caminaron hasta bien entrada la madrugada. Llegaron a una ciudad y buscaron una pensión modesta, donde su aspecto no destacara. A solas en la habitación recontaron su botín. Había varios millones de euros ¡Varios millones!. De un plumazo, su vida estaba resuelta. Sólo tenían que escoger un destino y disfrutar. Eso sí, como en los más tradicionales cuentos de hadas, su nueva vida comenzaría... Far, far away...
Foto: Edurne Iza
Texto: Onintza Otamendi Iza
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